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miércoles, febrero 18, 2009

Para curarnos la nostalgia

Una amiga querida y bienintencionada me acaba de enviar un texto sobre La Habana que ha circulado ampliamente a lo largo y ancho del internet nuestro que está en todas partes, excepto, ay, precisamente en Cuba. El texto en cuestión es muy ingenioso, está muy bien escrito, goza de un impecable humor y de un sentido del timing más afín a los relojes suizos. De hecho, las primeras doscientas veces que pasó por mi bandeja de correo me sacó alguna sonrisa amarga y otra no tanto.

Lo que me llama la atención del mensaje que me esperaba esta mañana en mi Inbox no es el texto en sí, sino un detalle al margen del mismo: como preámbulo y con la mejor de las mejores intenciones, mi amiga ha escrito: Para curarnos la nostalgia.

Sí, La Habana es la ciudad de mi infancia y mi juventud; alguien ha dicho que ya eso constituye la patria. Quizá lleve razón. La Habana fue testigo de lo malo que soy jugando pelota; me vio partirme el brazo, meter goles cuasi brasileños, bailar —cambiar, vender, ganar, perder, comprar— trompos, empinar chiringas, chapotear en charcos donde por aquellos días casi cabían carros, engancharme a más de una guagua en movimiento, colarme en los cines, montar bicicleta desde y hasta cualquier confín de la capital, coger ponches en seco, pagar por conciertos que no valían el precio de admisión, acabar con mis dientes de leche (es un decir) comiendo raspadura y tomando agua con azúcar; La Habana fue cómplice de mis broncas ganadas y perdidas; bautizó a los primeros compinches y la novia iniciática, la del beso con dientes que chocaban; La Habana me enseñó a caminar sus calles a cualquier hora, a no meterme donde no me llamaban, a evitar chanchullos —cosa rara—, a ser amigo de mis amigos, a compartir un pedazo de pan viejo, a beber a pico de botella de una cosa que quería ser ron aunque sabía a perfume; La Habana me escamoteó a Cabrera Infante, llenándome las librerías con ejemplares de Manuel Cofiño; me hizo fumar y, una década después del puro humo, dejar el vicio; me obligó a escribir poemas horribles y algún verso que quizá merezca ser rescatado; me lanzó a estudiar una carrera universitaria para huirle al servicio militar; me demostró cómo se duerme con calor, cómo se amanece con hambre, cómo se detecta al primer vistazo en quién se puede confiar y lo fácil que es equivocarse en esos veredictos. La Habana me regaló este entronque de calles —Belascoaín y Neptuno— donde presencié infinidad de accidentes —era una esquina maldita—, hice incontables fiestas en la azotea —en las que cantábamos canciones prohibidas compuestas por amigos que invariablemente terminaron entrando por el aro— y una madrugada me mostró a un vecino —que dormía en el alero de su balcón del segundo piso— caer de plano en el asfalto, levantarse, sacudirse el polvo y regresar a casa, como si nada hubiese pasado en esa ciudad donde todo pasa.

A pesar de este inventario de recuerdos, la nostalgia no figura en el aluvión de emociones que me provoca La Habana. Ya ni siento nostalgia de no sentir nostalgia. No es pose. La Habana es también la ciudad de mi primer arresto; es la cuna de la infamia perpetrada contra mi madre y mi hermana —a quienes no dejaron verse en el aeropuerto internacional Jose Martí mientras la segunda hacía una escala de horas y la primera se había lanzado a esos parajes exclusivamente a darle un abrazo de hola y adiós—; es el contexto del acoso policial a que fui objeto desde que cumplí los 16 años hasta el momento que, con Papillón, me fugué con la séptima ola; es la sede desde la cual amigos probados de antaño —que compartían mis ascos y mis miedos ante aquella cosa que algunos aún llaman revolución cubana— me escribieron cartas de repudio con insultos impensables —por mi posición contra el régimen que les provoca esa alergia virulenta ante las ideas de otros—, insultos que no devolví, pero tampoco he olvidado de los mismos amigos que ahora, sin que mediara disculpa, me invitan a que me una a sus conexiones en Facebook.

Ya saltará algún tonto a acusarme de ser un resentido. Pero a palabras necias, chocolate espeso. Por el momento no hay más que alegar. He escrito todo esto para decirle a mi amiga que no puedo sentir nostalgia por La Habana. Otras cosas sí siento. De ahí estos desvaríos.

Alexis Romay
Nueva Jersey, 18 de febrero de 2009

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Alex:
A mi tambien me enviaron el texto sobre la habana. en vez de nostalgia me dio pena. pero mas pena y dolor me dio ver esto: http://www.youtube.com/watch?gl=ES&hl=es&v=NcDBlDAh4Lk
es la segunda parte del documental espanol, sobre la habana, que tu ya habias puesto aca no hace mucho. hay que verlo.
lila

Anónimo dijo...

Wow, Bustro, acabas de reflejar lo que muchos sentimos.

Cero Circunloquios blog de Ley y Niurki dijo...

Alex,
Has descrito exactamente lo que muchos sentimos. A mi a veces si me provoca nostalgia porque ahora se lo que pudo haber sido. Pero muchas otras no me provoca nada!! Usted es un poeta hermano.
Cariños
Niurki...

Anónimo dijo...

Te acompaño en el sentimiento...

Saludos
F.C.

Anónimo dijo...

Querido Bustro:

Como te dije, soy natural de este mundo y la patria es el lugar donde me siento bien, no tengo nostalgias, a veces recuerdos buenos y malos del lugar donde aprendi a tener dos caras, y tambien a imaginar que siempre me estan vigilando, oyendo, siguiendo mis pasos para en algun momento acusarme de algo que nunca hice., todavia no he podido curarme del todo.
En esa ciudad aprendi a esconder mis sentimientos hasta de mi misma. Vivi obsesionada por que no faltara nada a la abuela, asi escondida compraba la carne, las medicinas, el cable de TV. todo mi mundo era a escondidas por eso que no puedo tener nostalgia sino rabia por todo lo que me hicieron.
No fui yo la que escribio la nostalgia, tal cual me llego te lo envie.
Esta fue una presentacion que se hizo en el festival de humor en el teatro Mella que no termino muy feliz que digamos.
Omara