25.―Jornada de guerra.―A monte puro vamos acercándonos, ya en las garras de Guantánamo, hostil en la primera guerra, hasta Arroyo Hondo. Perdíamos el rumbo. Las espinas, nos tajaban. Los bejucos nos ahorcaban y azotaban. Pasamos por un bosque de jigüeras, verdes, puyadas al tronco desnudo, o a tramo ralo.―La gente va vaciando jigüeras, y emparejándoles la boca. A las once, redondo tiroteo. Tiro graneado, que retumba; contra tiros velados y secos. Como a nuestros mismos pies es el combate; entran, pesadas, tres balas que dan en los troncos. “¡Qué bonito es un tiroteo de lejos!”, dice el muchachón agraciado de San Antonio, un niño. “Más bonito es de cerca”, dice el viejo. Siguiendo nuestro camino subimos a la margen del arroyo. El tiroteo se espesa. Magdaleno, sentado contra un tronco, recorta adornos en su jigüera nueva. Almorzamos huevos crudos, un sorbo de miel, y chocolate de “La Imperial” de Santiago de Cuba.―A poco, las noticias nos vienen del pueblo. Y ya han visto entrar un muerto, y 25 heridos. Maceo vino a buscarnos, y espera en los alrededores: a Maceo, alegremente. Dije en carta a Carmita:―“En el camino mismo del combate nos esperaban los cubanos triunfadores: se echan de los caballos abajo; los caballos que han tomado a la guardia civil: se abrazan y nos vitorean: nos suben a caballo y nos calzan la espuela”, ¿cómo no me inspira horror, la mancha de sangre que vi en el camino? ¿ni la sangre a medio secar, de una cabeza que ya está enterrada, con la cartera que le puso de descanso un jinete nuestro? Y al sol de la tarde emprendimos la marcha de victoria, de vuelta al campamento.
A las 12 de la noche habían salido, por ríos y cañaverales y espinares, a salvarnos; acababan de llegar, ya cerca, cuando les cae encima el español: sin almuerzo pelearon las 2 horas, y con galletas engañaron el hambre del triunfo: y emprendían el viaje de 8 leguas, con tarde primera alegre y clara, y luego, por bóvedas de púas, en la noche oscura. En fila de a uno iba la columna larga. Los ayudantes pasan corriendo y voceando. Nos revolvemos, caballos y de a pie, en los altos ligeros. Entra al cañaveral, y cada soldado sale con una caña de él. (Cruzamos el ancho ferrocarril: oímos los pitazos del oscurecer en los ingenios: vemos, al fin del llano, los faros eléctricos.) “Párese la columna, que hay un herido atrás.” Uno hala una pierna atravesada, y Gómez lo monta a su grupa. Otro herido no quiere: “No amigo: yo no estoy muerto” y con la bala en el hombro sigue andando. ¡Los pobres pies, tan cansados! Se sientan, rifle al lado, al borde del camino: y nos sonríen gloriosos. Se oye algún ¡ay! y más risas, y el habla contenta. “Abran camino” y llega montado el recio Cartagena, Teniente Coronel que lo ganó en la guerra grande, con un hachón prendido de cardona, clavado como una lanza, al estribo de cuero. Y otros hachones, de tramo en tramo... encienden los árboles secos, que escaldan y chisporrotean, y echan al cielo su fuste de llama y una pluma de humo. El río nos canta. Aguardamos a los cansados. Ya están a nuestro alrededor, los yareyes en la sombra. Tal la última agua, y del otro lado el sueño. Hamacas, candelas, calderadas, el campamento ya duerme; al pie de un árbol grande iré luego a dormir, junto al machete y el revólver, y de almohada mi capa de hule; ahora hurgo el jolongo y saco de él la medicina para los heridos. Cariñosas las estrellas, a las 3 de la madrugada. A las 5, abiertos los ojos, Colt al costado, machete al cinto, espuela a la alpargata y ¡a caballo!
Murió Alcil Duvergié, el valiente: de cada fogonazo, un hombre; le entró la muerte por la frente: a otro, tirador, le vaciaron una descarga encima: otro cayó, cruzando temerario el puente.―¿Y dónde, al acampar, estaban los heridos? Con trabajo los agrupo, al pie del más grave, que creen pasmado, y viene a andas en una hamaca, colgando de un palo. Del jugo del tabaco, apretado a un cabo de la boca, se le han desclavado los dientes. Bebe descontento un sorbo de Marrasquino. ¿Y el agua, que no viene, el agua de las heridas, que al fin traen en un cubo turbio? La trae fresca el servicial Evaristo Zayas, de Ti Arriba.―Y el practicante, ¿dónde está el practicante, que no viene a sus heridos? Los otros tres se quejan, en sus capotes de goma. Al fin llega, arrebujado en una colcha, alegando calentura. Y entre todos, con Paquito Borrero, de tierna ayuda, curamos al herido de la hamaca, una herida narigona, que entró y salió por la espalda: en una boca cabe un dedal y una avellana en la otra: lavamos, iodoformo, algodón fenicado. Al otro, en la cabeza del muslo: entró y salió. Al otro, que se vuelve de bruces, no le salió la bala de la espalda: allí está al salir, en el manchón rojo e hinchado: de la sífilis tiene el hombre comida la nariz y la boca: el último, boca y orificio, también en la espalda: tiraban, rodilla en tierra, y el balazo bajo les atravesaba las espaldas membrudas. A Antonio Suárez, de Colombia, primo de Lucía Cortés, la mujer de Merchán, la misma herida. Y se perdió a pie, y nos halló luego.
viernes, abril 25, 2008
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