El caballito blanco de alguna deidad desconocida
Creo que era cierto que odiaba a Cuba, a toda Cuba. En la compleja Habana de los noventa se movía en un Mercedes del año, negro, casi ofensivo en su majestuosidad, rodando en el paisaje de basurales y abandono, lo mismo con una jinetera a bordo que con un funcionario de cultura, un general y un adulador. En la Habana trataba de inaugurar un centro de retinosis pigmentaria para agravar la ceguera de la izquierda moderna. Eso lo mantenía en contacto con los alegres funcionarios de cultura, con periodistas alertas y la plaga de jineteros líricos que cazan becas fugaces en el extranjero para coger un aire en el Periodo Especial.
Odiaba a Cuba desde los cincuenta, espiaba a todo el mundo, se hizo el santo y su escolta lo protegía siempre en sus viajes trágicos por el orbe, en los periplos por Bayamo y Ciego de Ávila y en sus visitas de médico a Bolivia y Venezuela y hasta en las nieves y el frío de Europa, donde sus colaboradores tienen que hacerse pasar por animales domésticos o palomas. Donde su infiltrado necesita más ron y más tabaco y escasea el dulce de coco y la ayuda se le hace más difícil (esto es discutible) porque los amantes del Destructor del Trópico no saben por dónde llega el mal en el invierno. Lo recuerdan muchos escritores en desgracia. Lo recuerdan como disculpándose por ametrallar con pequeñas balas, algo para el día o para la semana, algo para reafirmar la severidad de su propio bloqueo. ¿Qué bloqueo? «Los puerquitos vienen de Europa». «La malanga se cosecha en Boston». «Ve cogiendo esos espaguetis, ese perro sin tripa y una botellita de vino Fortín». Aquí (en la isla que me robó) siempre se movía como lo que era: un grosero (con el perdón de los groseros) de otro rumbo, un marginal que se apropiaba, sigiloso, la vida y la cultura de un país.
Todo era política, siempre en ese full-contact tan dañino en el boxeo para el estudio. Así se le odia en esta tierra por ahora fatal, donde ha tenido las puertas de solares y escondrijos, de residencias e instituciones, donde ha promovido el dolor, ese bueno para nada, bueno para la traición, la hipocresía, los insultos y las guerrillas, que anda por ahí, pendenciero en sí mismo, el caballito blanco de alguna deidad desconocida.
Para Castro el Grave, antes el Odioso, mi patria no está en el mismo sitio, no una patria que él vio caerse de vieja y de desidia, entre el cielo y la tierra, en pleno mar Caribe, sino ésta de más acá, donde transcribo amargo y sombrío, triste por mí y por Cuba, su falsa y gastada aberración: «Patria o muerte». (Valga la redundancia, orate).
Así las cosas: Castro se puso de pie, cogió una gran copa de cristal y comenzó, de mesa en mesa, a tambalearse, mientras moría pidiendo dinero para sus conquistas.
***
Guiño al lector: “La muerte de Castro referida por varios escritores cubanos, años después — o antes” está basada en “La muerte de Trotsky referida por varios escritores cubanos, años después ― o antes”, del libro Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. Los textos citados y/o parafraseados en “La muerte de Castro…” han sido usados sin permiso previo de sus autores. El de hoy, pertenece a:
Rivero, Raúl. “El caballito blanco de Changó”. Encuentro de la Cultura Cubana 16-17 (2000): 155-56.
jueves, mayo 29, 2008
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4 comentarios:
Excelente sr. escritor.
Magistral!
Gracias, muchach@s.
amazing, bro.
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