lunes, mayo 12, 2008
Diario de Campaña de José Martí (XXXIII)
12.―De La Travesía a La Jatía, por los potreros, aún ricos en reses, de La Travesía, Guayacanes y La Vuelta. La yerba ya se espesa, con la lluvia continua. Gran pasto, y campo, para caballería. Hay que echar abajo las cercas de alambre, y abrir el ganado al monte, o el español se lo lleva, cuando ponga en La Vuelta el campamento, al cruce de todos estos caminos. Con barracas como las del Cauto asoma el Contramaestre, más delgado y claro y luego lo cruzamos y bebemos. Hablamos de hijos: con los tres suyos está Teodosio Rodríguez, de Holguín: Artigas trae el suyo: con los dos suyos de 21 y 18 años viene Bellito. Una vaca pasa rápida, mugiendo dolorosa y salta el cercado: despacio viene a ella, como viendo poco, el ternero perdido; y de pronto, como si la reconociera, se enarca y arrima a ella, con la cola al aire, y se pone a la ubre: aún muge la madre.―La Jatía es casa buena, de cedro y de corredor de zinc, ya abandonada de Agustín Maysana, español rico; de cartas y papeles están los suelos llenos. Escribo al aire, al Camagüey, todas las cartas que va a llevar Calunga, diciendo lo visto, anunciando el viaje, al Marqués, a Mola, a Montejo.―Escribo la circular prohibiendo el pase de reses, y la carta a Rabí. Masó anda por la sabana con Maceo, y le escribimos: una semana hemos de quedarnos por aquí, esperándolo. Vienen tres veteranos de las Villas, uno con tres balazos en el ataque imprudente a Arimao, bajo Mariano Torres,―y el hermano, por salvarlo, con uno: van de compras y noticias a Jiguaní: Jiguaní tiene un fuerte, bueno, fuera de la población, y en la plaza dos tambores de mampostería, y los otros dos sin acabar, porque los carpinteros, que atendían a la madera desaparecieron; y así dicen: “vean como están estos paisanos, que ni pagados quieren estarse con nosotros”.―Al acostarnos, desde las hamacas, luego de plátano y queso, acabado lo de escribir, hablamos de la casa de Rosalío, donde estuvimos por la mañana, al café a que nos esperaba él, de brazos en la cerca. El hombre es fornido, y viril, de trabajo rudo, y bello mozo, con el rostro blanco ya rugoso, y barba negra corrida.―“Aquí tienen a mi señora”, dice el marido fiel, y con orgullo: y allí está en su túnico morado, el pie sin medias en la pantufla de flores, la linda andaluza, subida a un poyo, pilando el café. En casco tiene alzado el cabello por detrás, y de allí le cuelga en cauda: se le ve sonrisa y pena. Ella no quiere ir a Guantánamo con las hermanas de Rosalío: ella quiere “estar donde esté Rosalío”. La hija mayor, blanca, de puro óvalo, con el rico cabello corto abierto en dos y enmarañado, aquieta a un criaturín huesoso, con la nuca de hilo, y la cabeza colgante, en un gorrito de encaje: es el último parto. Rosalío levantó la finca; tiene vacas, prensa quesos: a lonjas de a libra nos comemos su queso, remojado en café: con la tetera, en su taburete, da leche Rosalío a un angelón de hijo, desnudo, que muerde a los hermanos que se quieren acercar al padre: Emilia de puntillas, saca una taza de la alacena que ha hecho de cajones, contra la pared del rancho. O nos oye sentada; con su sonrisa dolorosa, y alrededor se le cuelgan sus hijos―.
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