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jueves, mayo 08, 2008

Diario de Campaña de José Martí (XXIX)

8.―A trabajar, a una altura vecina, donde levantan el nuevo campamento: ranchos de troncos, atados con bejuco, techados con palma.―Nos limpian un árbol, y escribimos al pie.―Cartas a Miró:―de G., como a Coronel, de seguro que ayudará “al Brigadier Angel Guerra, nombrado Jefe de Operaciones”,―mía, con el fin de que, sin desnudarle el pensamiento, vea la conveniencia y justicia de ayudar a Guerra.―Miró hace de árbitro de la comarca, como Coronel. Guerra sirvió los 10 años, y no le obedecería.―Cartas a prominentes de Holguín, y circulares:―a Guadalupe Pérez, acaudalado,―a Rafael Manduley, procurador,―a Francisco Frexes, abogado.―En la mesa, sin rumbo, funge el consejo de guerra de Isidro Tejera, y Onofre y José de la O. Rodríguez: los pacíficos dijeron parte del terror en que pusieron al vecindario: el capitán Juan Peña y Jiménez.―Juan el Cojo, que sirvió en “las tres guerras”, de una pierna sólo tiene el muñón, y monta a caballo de un salto,―oyó el susto a los vecinos, y vio las casas abandonadas, y define que los tres le negaron las armas, y profirieron amenazas de muerte.―El consejo, enderezado de la confusión, los sentencia a muerte. Vamos al rancho nuevo, de alas bajas, sin paredes.―José Gutiérrez, el corneta afable que se lleva a Paquito, toca a formación. Al silencio de las filas traen los reos; y lee Ramón Garriga la sentencia, y el perdón. Habla Gómez de la necesidad de la honra en las banderas: “ese criminal ha manchado nuestra bandera”. Isidro, que venía llorando, pide licencia de hablar: habla gimiendo, y sin idea, que muere sin culpa, que no le dejarán morir, que es imposible que tantos hermanos no le pidan el perdón. Tocan marcha. Nadie habla. El gime, se retuerce en la cuerda, no quiere andar. Tocan marcha otra vez, y las filas siguen, de dos en fondo. Con el reo implora Chacón y entre rifles, empujándolos. Detrás, solo, sin sus polainas, saco azul y sombrero pequeño, Gómez.―Otros, atrás, pocos, y Moncada,―que no ve al reo, ya en el lugar de la muerte, llamando desolado, sacándose el reloj, que Chacón le arrebata, y tira en la yerba… manda Gómez, con el rostro demudado, y empuña su revólver, a pocos pasos del reo. Lo arrodillan, al hombre, espantado, que aún, en aquella rapidez, tiene tiempo, sombrero en mano, para volver la cara dos o tres veces. A dos varas de él, los rifles bajos. ¡Apunten!, dice Gómez. ¡Fuego! Y cae sobre la yerba muerto.―De los dos perdonados,―cuyo perdón aconseje y obtuve―uno, ligeramente cambiado de color pardo, no muestra espanto, sino sudor frío: otro, en sus cuerdas por los codos, está como si aún se hiciese atrás, como si huyese el cuerpo, ido de un lado lo mismo que el rostro, que se le chupó y desencajó.―El, cuando les leyeron la sentencia, en el viento y las nubes de la tarde, sentados los tres por tierra, con los pies en el cepo de varas, se apretaba con la mano las sienes. El otro, Onofre, oía como sin entender, y volvía la cabeza a los ruidos. “El Brujito”, el muerto, mientras esperaba el fallo, escarbaba, doblado, la tierra,―o alzaba de repente el rostro negro, de ojos pequeños y nariz hundida de puente ancho.―El cepo fue hecho al vuelo: una vara recia en tierra, otra más fina al lado, atada por arriba,―y clavada debajo de modo que deje paso estrecho al pie preso.―“El Brujito”, decían luego, era bandido de antes: “puede usted jurar, decía Moncada, que deja su entierro de catorce mil pesos.”

Sentado en un baúl, en el rancho, alrededor de la vela de cera, Moncada cuenta la última marcha de Guillermo moribundo; cuando iba a la cita con Masó. A la prisión entró Guillermo sano, y salió de ella delgado, caído, echando sangre en cuajos a cada tos. Un día, en la marcha, se sentó en el camino, con la mano en la frente: “me duele el cerebro”; y echó a chorros, la sangre, en cuajos rojos.―“Estos son de la pulmonía”―decía luego Guillermo, revolviéndolos;―“y éstos, los negros, son de la espalda.” Zefí cuenta, y Gómez, de la fortaleza de Moncada. “Un día, dice, lo hirieron en la rodilla, y se le montó un hueso sobre el otro, así”, y se puso al pecho un brazo sobre otro: “no se podía poner los huesos en lugar, y entonces, por debajo de los brazos lo colgamos, en aquel rancho más alto que éste, y yo me abracé a su pierna, y con todas mis fuerzas me dejé descolgar, y el hueso volvió a su puesto, y el hombre no dijo palabra.” Zefí es altazo, de músculo seco: “y me quedo de bandido en el monte si quieren otra vez acabar esto con infamias”. “Una cosa tan bien plantificada como ésta, dice Moncada, y andar con ella trafagando”.― Se queja él, con amargura, del abandono y engaño en que tenía a Guillermo, Urbano Sánchez.―Guillermo, ansioso siempre de la compañía blanca: “le digo que en Cuba hay una división horrorosa”. Y se le ve el recuerdo rencoroso en la censura violenta a Mariano Sánchez, cuando en el Ramón de las Yaguas, abogó porque se cumpliese al Teniente rendido la palabra de respetarle las armas, y M. que se veía con escopeta, y otros más, quería echarse sobre los 60 rifles.―“¿Y usted quién es, dice N. que le dijo M., para dar voto en esto?”―Y G. expresa la idea de que M. “no tiene cara de cubano, por más que usted me lo diga,―y dispénseme”. Y de que el padre anda afuera, y mandó al hijo adentro, para estar a la vez en los dos campos. Mucho vamos hablando de la necesidad de picar al enemigo aturdido, y sacarlo sin descanso a la pelea,―de cuajar con la pelea el ejército revolucionario desocupado,―de mudar campos como éste, de 400 hombres, que cada día aumentan y comen en paz y guardan 300 caballos, en fuerza más ordenada y activa, que: “yo, con mis escopetas y mis dos armas de precisión, sé cómo armarme”, dice Banderas: Banderas, que pasó allá abajo el día, en su hamaca solitaria, en el rancho fétido.

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