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viernes, mayo 09, 2008

Diario de Campaña de José Martí (XXX)

9.―Adiós a Banderas,―a Moncada,―al fino Carvajal que quisiera irse con nosotros, a los ranchos donde asoma la gente, saludando con los yareyes: “¡Dios los lleve con bien, mis hermanos!” Pasamos sin que uno solo vuelva a ella los ojos, junto a la sepultura. Y a poco andar, por el hato lodoso se sale a la sabana, y a unos mangos al fondo: es Baraguá: son los mangos, aquellos dos troncos con una sola copa, donde Martínez Campos conferenció con Maceo. Va de práctico un mayaricero que estuvo allí entonces: “Martínez Campos lo fue abrazar, y Maceo le puso el brazo por delante, así: ahí fue que tiró el sombrero al suelo. Y cuando le dijo que ya García había entrado, viera el hombre cuando Antonio le dijo: ‘¿quiere usted que le presente a García?’: García estaba allí, en ese monte; todo ese monte era de cubanos no más. Y de ese lado había otra fuerza, por si venían con traición.” De los llanos de la protesta salimos al borde alto, del rancho abandonado, de donde se ve el brazo del río, aún seco ahora, con todo el cauce de yerbal y los troncos caídos cubiertos de bejuco, con flores azules y amarillas, y luego de un recodo, la súbita bajada: “¡Ah, Cauto―dice Gómez,―cuánto tiempo hacía que no te veía!" Las barrancas feraces y elevadas penden, desgarradas a trechos, hacia el cauce, estrecho aún, por donde corren, turbias y revueltas, las primeras lluvias.De suave reverencia se hincha el pecho, y cariño poderoso, ante el vasto paisaje del río amado. Lo cruzamos, por cerca de una seiba, y, luego del saludo a una familia mambí, muy gozosa de vernos, entramos al bosque claro, de sol dulce, de arbolado ligero, de hoja acuosa. Como por sobre alfombra van los caballos, de lo mucho del césped. Arriba el curujeyal da al cielo azul, o la palma nueva, o el dagame que da la flor más fina, amada de la abeja, o la guásima, o la jatía. Todo es festón y hojeo, y por entre los claros, a la derecha, se ve el verde del limpio, a la otra margen, abrigado y espeso. Veo allí el ateje, de copa alta y menuda, de parásitas y curujeyes; el caguairán, “el palo más fuerte de Cuba”, el grueso júcaro, el almácigo, de piel de seda, la jagua, de hoja ancha, la preñada güira, el jigüe duro, de negro corazón para bastones, y cáscara de curtir, el jubabán, de fronda leve, cuyas hojas, capa a capa, “vuelven raso el tabaco”, la caoba, de corteza brusca, la quiebrahacha, de tronco estriado, y abierto en ramos recios, cerca de las raíces, (el caimitillo y el cupey y la picapica) y la yamagua, que estanca la sangre:―A Cosme Pereira nos hallamos en el camino, y con él a un hijo de Eusebio Venero, que se vuelve a anunciarnos a Altagracia. Aún está en Altagracia Manuel Venero, tronco de patriotas, cuya hermosa hija Panchita murió, de no querer ceder, al machete del asturiano Federicón. Con los Venero era muy íntimo Gómez, que de Manuel osado hizo un temido jefe de guerrilla, y por Panchita sentía viva amistad, que la opinión llamaba amores. El asturiano se llevó la casa un día y en la marcha iba dejando a Panchita atrás, y solicitándola y resistiendo ella.―“¿Tú no quieres porque eres la querida de Gómez?” Se irguió ella, y él la acabó, con su propia mano.―Su casa hoy nos recibe con alegría en la lluvia oscura y con buen café.―Con sus holguineros se alberga allí Miró, que vino a alcanzarnos al camino: de aviso envió a Pancho Díaz, mozo que por una muerte que hizo se fue a asilar a Montecristi, y es práctico de ríos, que los cruza en la cresta, y enlazador, y hoceador de puercos, que mata a machetazos. Miró llega, cortés en su buen caballo: le veo el cariño cuando me saluda: él tiene fuerte habla catalana; tipo fino, barba en punta y calva, ojos vivaces. Dio a Guerra su gente, y con su escolta de mocetones subió a encontrarnos.―“Venga, Rafael.”―Y se acerca, en su saco de nipe amarillo, chaleco blanco, y jipijapa de ala corta a la oreja, Rafael Manduley, el Procurador de Holguín, que acaba de salir al campo. La gente, bien montada, es de muy buena cepa. Jaime Muñoz, peinado al medio, que administra bien, José González, Bartolo Rocaval, Pablo García, el práctico astuto sagaz, Rafael Ramírez, Sargento primero de la guerra, enjuto, de bigotillo negro, Juan Oro, Augusto Feria, alto y bueno, del pueblo, cajista y de letra, Teodorico Torres, Nolasco Peña, Rafael Peña, Francisco Díaz, Inocencio Sosa, Rafael Rodríguez,―Y Plutarco Artigas, amo de campo, rubio y tuerto, puro y servicial: dejó su casa grande, su bienestar, y “nueve hijos de los diez que tengo, porque el mayor me lo traje conmigo”. Su hamaca es grande, con la almohadilla hecha de manos tiernas; su caballo es recio, y de lo mejor de la comarca; él se va lejos, a otra jurisdicción, para que de cerca “no lo tenga amarrado su familia”: y “mis hijitos se me hacían una piña alrededor y se dormían conmigo”. Aún vienen Miró y Manduley henchidos de su política local; a Manduley “no le habían dicho nada de la guerra”, a él que tiene fama de erguido, y de autoridad moral; trae espejeras: iba a ver a Masó: “y yo, que alimentaba a mis hijos científicamente; quién sabe lo que comerán ahora”. Miró, de gesto animado y verbo bullente, alude a su campaña de siete años en La Doctrina de Holguín, y luego en El Liberal de Manzanillo que le pagaban Calvar y Beattie, y donde les sacó las raíces a los “cuadrilongos”, a los “astures”, a la “maya integrista”. Dejó hija y mujer, y ha paseado, sin mucha pelea, su caballería de buena gente por la comarca”. Me habla de los esfuerzos de Gálvez, en La Habana, para rebajar la revolución: del grande odio con que Gálvez habla de mí, y de Juan Gualberto: “a usted, a usted es a quien ellos le temen”: “a voz en cuello decían que no vendría usted, y esos es lo que los va ahora a confundir”.―Me sorprende, aquí como en todas partes, el cariño que se nos muestra, y la unidad de alma, a que no se permitirá condensación, y a la que se desconocerá, y de la que se prescindirá, con daño, o por lo menos, el daño de demora de la revolución, en su primer año de ímpetu. El espíritu que sembré, es el que ha cundido, y el de la Isla, y con él, y guía conforme a él, triunfaríamos brevemente, y con mejor victoria, y para paz mejor. Preveo que, por cierto tiempo al menos, se divorciará a la fuerza a la revolución de este espíritu,―se le privará del encanto y gusto, y poder de vencer de este consorcio natural,―se le robará el beneficio de esta conjunción entre la actividad de estas fuerzas revolucionarias y el espíritu que las anima―. Un detalle: Presidente me han llamado, desde mi entrada al campo, las fuerzas todas, a pesar de mi pública repulsa, y a cada campo que llego, el respeto renace, y cierto suave entusiasmo del general cariño, y muestras del goce de la gente en mi presencia y sencillez.―Y al acercarse hoy uno: Presidente, y sonreír yo: “No me le digan a Martí Presidente: díganle General: él viene aquí como General: no me le digan Presidente.”“¿Y quién contiene el impulso de la gente, General?”; le dice Miró: “eso les nace del corazón a todos”. “Bueno: pero él no es Presidente todavía, es el Delegado”.―Callaba yo, y noté el embarazo y desagrado en todos, y en algunos como el agravio.―Miró vuelve a Holguín, de Coronel; no se opondrá a Guerra: lo acatará: hablamos de la necesidad de una persecución activa, de sacar al enemigo a las ciudades, de picarlo por el campo, de cortarle todas las proveedurías, de seguirle los convoyes. Manduley vuelve también, no muy a gusto, a influir en la comarca que lo conoce, a ponérsele a Guerra de buen consejero, a amalgamar las fuerzas de Holguín e impedir sus choques, a mantener el acuerdo de Guerra, Miró, y Feria.―Dormimos, apiñados, entre cortinas de lluvia. Los perros, ahítos de la matazón, vomitan la res. Así dormimos en Altagracia.―En el camino, el único caserío fue Arroyo Blanco: la tienda vacía: el grupo de ranchos: el ranchero barrigudo, blanco, egoísta, con el pico de la nariz caído en las alas del poco bigote negro: la mujer, negra: la vieja ciega se asomó a la puerta , apoyada a un lado, y en el báculo amarillo el brazo tendido: limpia, con un pañuelo a la cabeza: “¿Y los patipeludos matan gente ahora?” Los cubanos no me hicieron nadita a mí nunca,―no, señor.

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