
***
¡Este blog se mudó a http://belascoainyneptuno.com!
Espera unos segundos para redirigirte automáticamente al nuevo sitio. Si no funciona, visita
http://belascoainyneptuno.com.
De paso, actualiza la dirección en tu blogroll y en tus “favoritos”. ¡Gracias!
Blog de Alexis Romay
En su página de Facebook, Daína Chaviano ha propiciado un diálogo interesantísimo sobre los extraterrestres, diálogo que me inspira la esquinita de hoy. Aunque nunca he tenido un encuentro verdaderamente cercano, sí pasé por una experiencia que ahora relato por primera vez. Ocurrió en la esquina de Carlos III y Espada, junto al hospital de Emergencias, en la azotea del edifico donde viví hasta el 96.
Era una noche de apagón programado y mi socia Mercedes y yo habíamos decidido que no la íbamos a pasar ahogándonos de calor metidas en casa. Antes de que se fuera la luz nos pertrechamos con una botella de agua, un par de panes con croqueta de ave… averigua tú de qué cosa eran y una cajita con tres fósforos. Apenas la oscuridad nos cayó encima sentí como si me hubiera trasladado a otra ciudad. Los desconchinflados edificios centrohabaneros, vistos en la penumbra, parecían salidos de un universo que no tenía nada que ver con el de las colas de cuatro horas, los camellos nauseabundos y las consignas apabullantes de aquel en que me había tocado nacer. Algún que otro quinqué fantasmeaba allá abajo, en las ventanas. Los televisores estaban mudos y los radios amordazados. Y el resultado de todo aquello era un sentimiento de paz completa, de elevación, de tranquilidad casi Zen.
Fue entonces que lo vimos. Era ovoide, mediría quizá cinco metros y se hallaba justo encima de la azotea. Es difícil asegurar cuán cerca, pero sí lo bastante como para que distinguiéramos sus contornos, iluminados levemente por una reverberación interior. No puedo recordar ningún sonido. Y de fijo lo habría escuchado porque la ciudad, cuando empezaba el apagón, se sumergía en un pozo mudo en el que hasta las toses sonaban como pistoletazos.
Al cabo de unos diez minutos el OVNI, o lo que fuese, se alejó envuelto en el mismo silencio en que había llegado. Mercy y yo, al recuperarnos del susto, soltamos las chancletas escaleras abajo, en medio de la oscuridad. Hasta nos olvidamos de la caja de fósforos y de las provisiones. Cuando subimos por ellas al día siguiente ya habían desaparecido, aunque las pongo en la cuenta de algún vecino descarao, no de los visitantes espaciales. Pero quién sabe. A lo mejor alguien por allá arriba está todavía examinando las croquetas y haciendo hipótesis sobre el sistema digestivo de los cubanos de finales del siglo XX.
En su primera época (digo, primera para mi generación, los nacidos en los sesenta), la Plaza de la Catedral era el reino multicolor del kitsch criollo. Los sábados se poblaba de vendedores de hebillas plásticas, cinturones y huaraches de cuero, calabacitas —imágenes en yeso de la que mandaba a dormir a los niños por la televisión, no la que se echa en el ajiaco— macramés de soga y bolsas tejidas.
Estoy hablando del principio de los ochenta, de aquellos inocentes días en los que a nadie se le ocurría vender en la Plaza, ni en ninguna otra parte, pulóveres con la cara del Che. Es más, creo que la idea de comerciar con el susodicho se habría considerado hasta medio sacrílega. Eran los tiempos feraces y felices en que, después de gastarse veinte pesos en un collar de semillas y una blusa de lienzo allá en la Plaza, sintiéndose una rica con las adquisiciones, podía ir con toda tranquilidad a zamparse un bocadito de queso en los portales de El Patio. O a la Bodeguita del Medio si tenía antojo de arroz con picadillo, o a La Torre de Marfil, situada en Mercaderes, si le apetecía un plato de arroz frito.
Y todo se pagaba