Transcribo un fragmento de R.U.Y., de César Reynel Aguilera.
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Empieza la bronca; si quieres un detalle bonito te puedo decir que el sol caía sobre el mar con un tono de sangre mezclada con polvo de oro. Sólo se escuchaba el sonido del agua lamiendo las ciguas de la playa, ni un alma por los alrededores. Te juro que fue así, no estoy inventando nada, si quieres le pongo un poco de imaginación, una brisita y el susurro lejano de los cocoteros, pero hasta ahora he sido fiel a la verdad.
Hay muchas cosas que podría decirte sobre ese primer trastazo que me regaló el Moro. Podría abundar sobre la relación que hay entre ciertos hábitos cosméticos y el abuso; estoy pensando en las uñas de las manos y los pelos de la cabeza, casi todos los abusadores que he conocido se cuidan con esmero esos anejos, aunque lleven gorra. Podría hablar del sentido de la distancia, del error que cometí al discutir con un energúmeno al alcance de sus garras; regla de oro: con esos enemigos se debe tratar más allá de la longitud de sus brazos, de sus piernas o de las armas de sus secuaces. En fin, lo mejor es no lidiar con gente así. Podría irme, también, por la tangente del bofetón. ¿Por qué no me dio con el puño? La respuesta es muy simple: El sueño del ganado es marcar. Fíjate que tenemos un montón de palabras para describir esa acción que intenta dejar su huella en la piel de los rostros ajenos. Así al vuelo te digo: galleta, galletaza, gilda, galúa, mancuerna, bufa, torta, tortazo, viracuello, piano y avión, si hago un esfuerzo saco unas cuantas más. Conozco la historia de un tipo que ganó su bronca limpiamente, sin lugar a dudas, le dio tremenda pela al contrario y lo puso a dormir. Sin embargo, mira tú, el único golpe que recibió fue un bofetón, y nada fuerte, que conste, pero era un tipo de piel muy blanca. El caso es que terminó su bronca y tenía cinco dedos dibujados en la mejilla. Suficiente para que haya tenido que cargar con esa cruz por el resto de su vida. Le dicen “guante en cara”, “quince dedos”, “rupestre”, “superhuella”, “dedos macabros” y otros etcéteras, la gente es cruel, Bro, la gente es cruel y le gusta marcar.
Yo tuve suerte, el bofetón que me dio el Moro fue con los dedos pegados, la única marca que me dejó fue un morado en el maxilar inferior, esta zona de la cara que está aquí. Tremenda galúa, me levantó en peso y aterricé en casa de las quimbambas; caí contra el muro del Club con un mareo de tres pares, cuando fui a incorporarme sentí mi mano izquierda sobre una de esas piedras que llamamos chinas pelonas. Un objeto que merece cierto detenimiento. Son esos cantos que han rodado por el fondo del mar desde tiempos inmemoriales, han resistido miles de golpes; la arena los ha pulido hasta que brillan con un destello aceitoso; un buen día logran llegar intactos hasta la playa, a pesar de los muros de concreto y la furia del último norte. Se puede decir que son la esencia de la dureza probada bajo múltiples circunstancias. Eso fue lo que los dioses pusieron bajo mi mano izquierda y, ya sabes, soy zurdo.
Me levanté en cámara lenta y le lancé la china pelona a uno de los tres Moros que estaba viendo; quizás por eso no abrí los dedos y me quedé con la piedra en la mano. El socio se agachó pensando que la dejaba pasar por encima de su cabeza y, sin detenerse, me embistió como un toro, los brazos estirados para agarrarme por la camisa. Extraña tauromaquia, Bro, agarré el pelo del Moro como si fuera el tarro de la bestia, el tipo empujando para arriba de mí y yo reculando, con cada paso le machaqué la frente hasta que la piedra se hizo arena entre mis dedos. Entonces empezó la pelea.
Más de cuarenta minutos prendidos, el Moro intentando partirme la columna con un invento japonés, y yo dándole en el arco superciliar derecho cada vez que podía. Ganando tiempo para que el sangramiento hiciera su trabajo. Ese es el problema de las artes marciales, están hechas a partir de una filosofía, tienen un código de honor, se combate con reglas que a nadie se le ocurre violar, y pobrecito del que lo haga, le espera el harakiri, bueno, si es verdad lo que dicen las películas. ¿Te das cuenta de la contradicción? El tipo me chocó la cara sin avisar y después quiso pelear según las reglas de su arte. Se fundió, metió para corto circuito, y le puse un par de cables que en cualquier competencia oficial me habrían costado la descalificación inmediata. Los cables son una forma intuitiva de anular la distancia, se trata de estirar los brazos lo más que se pueda, la idea es evitar que el contrario entre en la zona de combate, es como el agarre en el boxeo, pero al revés, impedir el espacio óptimo para la ejecución. Esa es la cosa, en el combate callejero no hay reglas, solo trampas. El socio quiso jalarme por la camisa y lo dejé con la prenda en la mano, me le escapé con el torso desnudo, agárrame si puedes. Se desesperó, le di un brazo, lo atrabancó y quiso entrarme con un Uchi Mata, pero volví a resbalarme entre sus dedos y le solté un coscorrón en la furnia sangrante que tenía encima de la ceja derecha. En su desesperación empezó a tirar zarpazos, lo dejé que me agarrara por el cinturón del Jean, tiré un pasito para atrás y le encajé unos cuantos ganchos en la herida, la sangre corría tibia y rutilante. El miedo se fue a bolina, la cosa se estaba poniendo buena, me di cuenta que las fuerzas se equilibraban, ya no era el Moro fuertote que podía cargarme en peso, ya no me llevaba seis años de ventaja, le entró flojera y caímos en la misma división. El tipo empujó y me eché hacia atrás; un, dos, tres, cha-cha-cha, y me puse a hablarle como si fuera mi pareja de baile, cositas dulces al oído, Morito, ahora que estamos solos, todo lo que tengo es tuyo, se desconcertó, eso iba en contra del código samurai. Moro, la noche se hizo para... pelear, se ofuscó y volvió a hacer movimientos innecesarios, gastaba aire y soltaba sangre a borbotones, le recordé que nadie iba a venir a separarnos, la cosa era hasta que uno de los dos cayera, una ola de miedo le corrió por el cuerpo, quiso acorralarme contra una pared y tanto empujó que me dio una idea. Enfilé hacia la baranda, ofreciendo resistencia, pero en dirección a la baranda, cuando estuve cerca cedí al empuje y me eché a un lado, el socio se fue de boca contra el tubo y casi se cae solito al agua, lo agarré por una trabilla y por los bajos del pantalón, pero antes de darle el último empujoncito cometí un error, le hablé del mar, lo invité a jugar con los pececitos de colores. Yo no sé de dónde sacó tanta fuerza, pero se dio una revirada asombrosa. El tipo tenía su trauma con el océano. Me pasó por hablantín. Cuando vine a darme cuenta lo tenía parado frente a mí, tirándome unos pescozones que si los llega a soltar desde el principio me habrían matado. Pero llevaban poca fuerza; y así fuimos cayendo, el Moro tirando guantazos y yo parándolos a como fuera. Caímos sin aire, el socio se acordó de su amor exagerado por el Judo y quiso meter para Ne Waza, se puso a ensayar inmovilizaciones, estrangulamientos y cosas de esas, volvió a enloquecer y tuve que repetirle el tratamiento. Agarré un caracol tibio que tenía cerca y se lo clavé en la herida. El grito llevó nuestra localización hasta la caseta del vigilante. La linterna se acercó con mareo. Cuando nos encontraron, el Moro estaba en el piso y yo de pie, me entretenía en patearle la cabeza con cierta dulzura, como hace uno cuando se encuentra una lata vacía en la calle, un toque suave, que ruede un poco, a ver el ruido que hace.
7 comentarios:
Poco a poco voy leyendo el libro, aquí no lo he visto.
Saludos
F.C.
Gracias, F.C. Espero que pronto se pueda adquirir el libro a tu lado del charco. Vas a disfrutar su lectura inmensamente.
Una novela brillante, dura de palabras y de vida vivída, pero una novela escrita con gran gusto por la literatura y por esos silencios imprescindibles de los que están hechas las más grandes melodías. Una novela adagio. Gracias. Zoé Valdés.
Una novela que le debe mucho a Guillermo Cabrera Infante, a Reinaldo Arenas, a Zoé Valdés, y a todos esos que a pesar de las sirenas aullantes y cantoras, alzaron sus voces para decir:
De eso sí se habla.
Gracias a ustedes
CRA
¡Coño, me encanta!
Yo pensaba que era de ciencia ficción, que R.U.Y. era el nombre de un robot o un virus. Vaya, el tipo de cosa que uno escribe para ligar a Daína Chaviano. Sí me extrañó el agasajo de Zoé para un escritor SF, pero sería por la inteligencia, no por el género -supuse. Ya tenía a César como el Isaak Asimov criollo.
Pues, nada, compraré la novela cuando la re-editen.
RUY es una gran novela, y más que eso.
Isis,
Tienes razón y lo repito: RUY es más que una novela, es un aljibe de generosidades.
Güicho,
En RUY hay una historieta rusa de ciencia ficción (apócrifa, o sea, mía), eso es todo. El resto es una novela cubana.
Abrazos
CRA
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