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domingo, marzo 15, 2009

Cosas y azares

A unos pasos del Templo de la Concordia —uno de los templos de orden dórico mejor conservados en el mundo— en las colinas de Agrigento, una familia española removía con sus alegres pasos el polvo milenario. Al aproximarnos, escuché una algarabía propia de la infancia. Razón sobraba: el más pequeño de los chicos tenía un lagarto apresado en sus manos y con el júbilo de quien descubre el agua tibia lo enseñaba a sus padres, su hermanito mayor y su abuela. El reptil tiraba dentelladas a diestra y siniestra en un intento desesperado por zafarse de su inocente depredador y el chico se jactaba del nuevo juguete cuando sucedió lo inevitable: el animal pudo por fin morderle un dedo. Estas tres acciones que describo acontecieron casi al unísono: el niño lo soltó con más sorpresa que dolor, el lagarto cayó al suelo y puso pies en polvorosa y el hermano mayor tuvo una idea tan feliz como terrible: agarrar al lagarto por la cola.

La cola se partió.

El mayorcito hizo un puchero, pero antes de que perturbara la paz con una perreta, tanto su padre como yo dijimos a la vez y con palabras similares que no tenía que preocuparse: la cola regeneraría. El chico se tranquilizó al momento, en tanto los adultos nos saludábamos y despedíamos en castellano. Nosotros íbamos; ellos venían.

Seguimos caminando rumbo al templo. Llevaba en mis manos la consabida botella de agua y una edición bilingüe de la obra poética de Borges: entre ruina y ruina intentaba memorizar su “Poesia dei doni”. Ya sólo me restaba dominar las últimas dos estrofas cuando descubrí con vago horror sagrado que yo era el lagarto: para ganar la vida, había sacrificado un pedazo de mí. La cola que perdió el animal —pasada por el filtro de la metáfora— era ese cúmulo de impresiones y lugares comunes y extraordinarios que el tiempo no borra: mis calles, mis amigos, la mar de tías que hace una década no veo y aún añoro, los ojos de mi abuela que no pude ver apagarse, el olor a mar, el parque donde metía unos goles concebidos en Brasil, la cadencia y el acento del español que se masculla en La Habana y la posibilidad misma de desenvolverme a diario en la lengua que aprendí en la cuna, los baches de mi ciudad natal, en los que no cabía mi incredulidad, pero sí tres cuartas partes de mi bicicleta…

Pasada la reacción inicial, sentí un alivio profundo: en mi caso, por fortuna, la cola ya ha regenerado. Sin más pesares, regresé al poema en italiano. La estrofa que escogí —de manera aleatoria— reza en el original: «Algo que ciertamente no se nombra/ con la palabra azar rige estas cosas».

7 comentarios:

Rosa dijo...

Que sublime metáfora, y tan cierta... Vamos regenerando la cola, y al final es un alivio, pero hay una etapa en que duele y desorienta..

Anónimo dijo...

Excelente! Gracias.

CRA

Anónimo dijo...

Eso..., no sé exactamente por qué uno..., se mete el día haciendo "lo que no debe". Pues, bueno, he visto esta película, y puede que a alguien le ayude. Sólo sentí un ligero "tufito". Claro, otra vez llego de forma tardía; pero bien, nadie me la recomendó "entonces".
Un abrazo. Seguro que podemos con esto y con más, o no, pero igual, "no pasa nada".

Anónimo dijo...

Carta y Propuesta a Antuñez y a Todo Cubano Opositor de la Tiranía

Publicado hoy en:
http://ddeeee.blogspot.com/

Anónimo dijo...

ALexis, qué metáfora tan bella y qué historia. Primero, es cierto que encontrarse con alguien quee hable español donde uno no lo espera crea una comunidad impresionante. Segundo, al diablo las colas. Tu post me ha hecho pensar en muchas de esas cosas que he perdido también (la parte de la abuela sobre todo) pero peor hubiera sido quedarse atrapado con cola y todo...Sigue escribiendo y disfruta tu viaje...

Anónimo dijo...

Bueno, prefiero pensar que soy un lagarto a que me comparen con un gusano, la metáfora me va, me va...

Saludos
F.C.

Anónimo dijo...

Que linda historia,

Gracias, no sabes cuanto me toco.



Omara