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martes, marzo 31, 2009

Revista Caleta: “Doña Margarita”

Como mencionaba anteriormente, el próximo número de la revista Caleta —que en menos de una semana verá la luz de estanquillos y librerías en Cádiz y el resto de la península— ha sido dedicado a los últimos 50 años de literatura cubana.

Dicho número incluye un excelente cuento de César Reynel Aguilera, que me doy el gusto de reproducir en mi blog. Agradezco muy encarecidamente al autor y al editor el visto bueno para su publicación en Belascoaín y Neptuno.

***
Doña Margarita

—¡Ay, señor, si no fuera pecado yo quisiera morir! ¿Lo puedo llamar, señor? Estoy llena de achaques, y desde que mi esposo murió me siento cumplida en este mundo. La memoria me falla, antes me servía muy bien, ahora tengo que releer para recordar y, mire usted los espejuelos que tengo, son un desastre. Los hijos y los nietos me quieren; pero a su forma, claro está. A veces me parece que soy un estorbo. ¿Me parece? Estoy segura, fíjese que ahora están para una casa en la playa, y ni me invitaron. Pero discúlpeme, por favor, ¿Qué le trae por aquí? ¿Le gustó el café?

Jonathan Brimley se acomoda en el sillón de mimbre y sonríe. Le habría gustado quitarse las sandalias, sentarse como un Buda, sacar la pipa y montarla con lentitud. Un encanto de viejita para confesarse. Para decirle, señora, mi nombre real es bien distinto de ese que usted leerá en la identificación que pienso darle. Los pocos amigos que tengo me dicen El Gordo, y soy el oficial de caso de más alta graduación en la inteligencia de este país. Nunca he vestido un uniforme de tropas regulares, jamás he sido condecorado ni ascendido, no existo en términos oficiales. Manejé en mis buenos tiempos una red operativa y de información que cubría media centena de países. Hoy mis agentes duermen a la espera de la muerte o del beso resucitador, que casi siempre es lo mismo. En plan piyama estaba yo también. Pasaba mis días viendo el Béisbol de las mayores, leyendo a Julio César, a Suetonio y a Gibbon. Así habría seguido, a no ser por la desaparición de un ex alumno suyo. Resulta que el vejigo ha armado una cagazón tal que las altas esferas se han visto obligadas a reactivarme. El verracutín se llevó consigo un alto secreto, mi función es encontrarlo y donde quiera que esté, hacerle llegar una declaración de principios. Así le habría gustado hablar, pero prefirió hacerlo con otra verdad.

—Profesora, yo trabajo en el departamento de cuadros de la CTC. Aquí tiene usted mi identificación. El asunto que me trae por acá es muy simple. Un ex alumno suyo ha sido propuesto para la medalla de Héroe Nacional del Trabajo. El proceso de adjudicación de este alto reconocimiento incluye una revisión exhaustiva de la vida estudiantil y laboral del candidato...
—¡Pero bueno! ¿De quién se trata?
—Carlos Brosky.
—Carlos Manuel Brosky Varela.
—Efectivamente.
—Lo recuerdo muy bien. ¿Cómo no lo voy a recordar? Ese fue un curso maravilloso. Fue el año que nos mudamos del antiguo Colegio Roston para el edificio que está en la Calle Primera entre 32 y 34. Las aulas son muy buenas, la iluminación perfecta y el olor del mar. ¡Ay, ese olor de mar que acariciaba! Imagínese usted, leer a Neruda con sal en las ventanas. La disciplina era militar, pero no existía ese control ideológico que tenemos hoy. Las clases de literatura eran mucho más abiertas. Dentro del aula yo era reina y señora. El primer día de clases era muy interesante. Nunca quise saber de mis alumnos más de lo que ellos quisieran decirme. Eso de leer Expedientes Acumulativos para saber quién era quién no me parecía bueno. En el primer encuentro me presentaba con mi nombre, el de mi esposo y los de mis hijos. Les decía el nombre y la ocupación de mis padres, los estudios que había cursados y mis trabajos anteriores. Acto seguido les pedía que se levantaran, de uno en uno, y se presentaran más o menos de la misma forma. Como ellos quisieran. Le digo esto porque recuerdo dos detalles interesantes en la presentación de ese curso. El primero fue un alumno que se paró y me dijo que su nombre era Bictor con be, sus padres eran dos guajiros de Manicaragua que, entre otras cosas, no sabían escribir bien y lo habían inscrito con un nombre que, a fuerza de repetirlo, ya le gustaba. Desde ese año, todos los días de las madres me ha enviado una tarjeta firmada Bictor Combé. ¿Gracioso, verdad? El otro incidente lo protagonizó Carlos Brosky. Cuando llegó su turno se levantó y con una voz muy neutral me dijo: “Mi nombre es Carlos Manuel Brosky Varela, soy hijo de Ella Varela Valdés, ex terrorista, y de Carlos Brosky Marticorena, un cazador de sueños que murió buscando uno más hermoso que yo”. ¿Triste, verdad?

Jonathan aprovecha la pausa para preguntar si puede encender la pipa. Doña Margarita va por más café, y regresa hablando de Carlos.

—Era un estudiante muy tranquilo, casi nunca participaba en la clase, pero si lo hacía yo terminaba confundida. Era ese tipo de muchacho que a uno le parece que nació sabiendo. Fue el año que más estudié preparando mis clases. Entre él y Bictor Combé me obligaron a prepararme con mucho cuidado. Varias veces me hicieron preguntas que no pude responder. Carlos tenía un gran poder de síntesis, en los exámenes escritos era capaz de responder las preguntas de desarrollo con unas cuantas oraciones. Su capacidad para manejar conceptos era muy alta. Yo pensaba que iba a ser filósofo y de hecho él pidió irse a China a estudiar filosofía oriental, pero no lo dejaron ir. ¿Usted sabe? Aquella fue una época de grandes exabruptos, cualquier cosa podía ser considerada una afrenta al proceso revolucionario; y Carlos no resaltaba por su cuidado en esos asuntos. Todavía recuerdo el escándalo de aquel concurso de poesía. Los alumnos haciendo poemas comprometidos y él se apareció con una “Receta andaluza para hacer cantar superficies lisas en reposo”. La que se formó, pocos lograron leer más allá del título. Imagínese, ¡una cántico al vicio de Onán! Los que terminaron de leerlo no pudieron resistir la tentación de organizar un linchamiento moral con todas las de la ley. Y hubieran prosperado si la madre de Carlos no interviene. Yo la vi en la reunión donde estaban analizando a su hijo. ¡Qué carácter! ¡Qué pelo tan rojo! No recuerdo que haya entrado por la puerta. Siempre he pensado que lo hizo a través de la pared. Si existieran las amazonas del Apocalipsis esa mujer sería una de ellas. Apareció, se sentó y no dijo ni esta boca es mía. No hizo falta, la reunión terminó en loas a Carlitos y exhortaciones a que escribiera algo más acorde con los tiempos que corrían. Espérese un momentico y le enseño el poema adolescente, yo debo tener una copia en mi archivo.

Jonathan le entrega la taza vacía, controla una sonrisa innecesaria y muerde su pipa sin poder evitar la sensación de estar en un convento. La viejita deja la sala con pasos cortos y él sigue con el juego de las confesiones. No se moleste, profesora, ya tengo una copia de esa rima en mi oficina. La salida de sus hijos al balneario no fue casualidad, yo la preparé. En cuanto comprobamos que usted se quedaba sola mi gente vino y revisó la casa. Un trabajo fino, nada de chapucerías de policía política, todo según el mejor de los manuales. En estos momentos yo sé de usted y de su familia mucho más de lo que mandan las buenas costumbres. A mí no me importan sus recuerdos, sólo sus olvidos, y sus omisiones. Eso es lo que tiene valor para mí. Pero bueno, ahí la veo regresar, mejor seguimos como estábamos. Reiré divertido cuando lea el papelito, preguntaré si puedo copiarlo y usted dirá, con mucha cortesía, que prefiere confiar en mi memoria; y mi sonrisa será de admiración por saber que la decencia todavía sobrevive en este mundo.

—Disculpe que no se la pueda entregar, léala cuantas veces quiera, pero yo soy de las que creen en la discreción del magisterio. Además, me parece un detalle poco importante. Déjeme decirle que eso lo escribió en décimo grado, tres años más tarde, en grado trece, había cambiado muchísimo. Se puso críptico, oscuro. Le dio por leer a esos escritores que orbitan en sus propios universos. Y me obligó a leerlos también. Carlitos utilizaba referencias e intertextualidades que yo no alcanzaba a comprender. Varias veces sentí la tentación de otorgarle una mala calificación. Pero de alguna forma vislumbraba un sentido en sus palabras y decidía dejarlas correr al tiempo. Siempre he pensado que en este mundo hay demasiada gente jugando a ser dios, y yo no quiero ser una de ellas. Discutí con Carlos, pero no lo castigué. Una vez le dije que su estilo estaba bien para publicar, pero no para un examen. No me compró la idea, siguió en sus trece, entonces, un día, le solté la famosa frase de Ortega y Gasset. Delante de toda el aula le entregué su examen y le recordé que la claridad era la cortesía del filósofo. Me miró bajito y con mucho respeto me dijo: “Una idea clara es como el viejo cauce de un río, yo prefiero la burbujeante cortesía de los manantiales”. ¿Qué le iba a decir? ¿Eh? Si me recordó a mi hermano, que le encantaban los contradichos, si usted le decía que al que madruga dios le ayuda, él respondía que no por mucho madrugar se amanece más temprano. Lo único que se me ocurrió fue reírme y darle las gracias. Sin embargo, mire usted, Carlos cambió. El último año del preuniversitario nos hizo la vida un poco más fácil a los profesores. Se enamoró. Eso debe haber influido. Muy linda muchacha. ¿Cómo se llama? ¿No le digo que estoy perdiendo la memoria? Bueno, que se le va a hacer. Muy linda, más de un santo varón suspiraba por ella; y de la noche a la mañana, sin avisar, era la novia de Carlos. Ya puede usted imaginar los comentarios, que si él no es muy buen mozo, que si ella no sabía lo que hacía. Comidilla de gorriones. La verdad es que se enamoraron como manda el amor. Nada más había que verlos juntos, eran pura risa. Siempre tomados de las manos, siempre riendo. Así los recuerdo, nunca más los he vuelto a ver. Supe por alguien que estudiaron medicina. ¡Ya! Ella se llama Brisas Martínez. ¿Interesante verdad?

El Gordo se despide a las dos horas de café, tabaco y confesiones. Su promesa de ayuda para unos espejuelos es recibida con grandes esperanzas. Antes de subir al carro golpea la pipa contra el canto de la mano. Su gente ocupa las posiciones convenidas. Le interesa saber que hará Doña Margarita una vez que esté sola. Tiene la idea de que la profesora guardará sus papeles en el archivo e irá, ensimismada, a buscar algo en su escaparate de caoba. En la gaveta del centro hay una antigua caja de bombones en forma de corazón. Está llena de tarjetas. Una de ellas es la única cosa que no fue mencionada en la conversación. Con letra pequeña y descuidada, Carlitos escribió, muchos años antes, una nota muy rara: “Profe, me habría gustado conocerla donde el río se estrecha”. Jonathan sabe que la profesora, acostumbrada a las referencias mitológicas, pudo haber pensado en el río de Caronte; pero él, un hombre educado en códigos y quebraduras, sabe que ese podría ser un lugar bien preciso de la geografía terrestre. De la fecha también podría decir lo mismo. La tarjeta fue enviada un día sin sentido para las multitudes. Para Jonathan, sin embargo, es la coordenada en el tiempo de la muerte de su amigo Carlos Brosky Marticorena.


—¡Viejita, cará! Usted lo sabe todo y su Dios no la deja partir.

lunes, marzo 30, 2009

En lo tocante (divertimento disonante)

No tocar el pan, que no es un piano.
No tocar la tecla que está suelta.
No tocar la melodía revuelta
que canta desde el fondo del pantano.

No tocar el pan, aunque es de flauta.
No tocar la flauta que no es nuestra.
No reinventar la música siniestra.
No respetar la clave ni la pauta.

No toques, que aquí todo está prohibido
—y lo que no lo está es obligatorio—
y quien quiera tocar será tocado

y el toque no será tan divertido:
nada de Paraíso: ¡Purgatorio
donde todo lo que es, es trastocado!
***
Y dice Jorge Salcedo:

No me toques el pan, que no es un piano,
no me muerdas el pan, que está caliente,
no lastimes mi flauta con tu diente,
cuidado, Macorina, con la mano.

Si tienes hambre, saborea el habano,
saborea mi música silente,
un cable azucarado es tu presente,
el cielo de tu boca es mi verano.

Si quieres pan, avisa a tu pariente;
dile que el cambio es duro pero el hambre
todo lo puede, y el amor lo paga;

dile que mande más, que estás pendiente,
que sufren tus mandíbulas calambre
de tanto comer pinga y verdolaga.
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Foto: Fernando Mata Galileo (en Flickr)

domingo, marzo 29, 2009

Las evidencias

Los que no pueden volver a Cuba y los que no pueden salir de ella: el tópico es triste; el listado, inmenso. Para nuestra fortuna y memoria, acaba de surgir un blog que recoge las evidencias.

Esto me parece
una excelente iniciativa. Desempolvo el testimonio de lo que le sucedió a mi hermana y mi madre en el aeropuerto internacional José Martí (en La Habana), mientras la primera hacía escala de varias horas en la capital de la isla, rumbo a un tercer país: no la dejaron salir al otro lado del cristal (en el mismo aeropuerto) a saludar a nuestra madre que había ido a recibirla.

Al respecto, escribí una crónica de esta infamia que en su momento publicó el diario Encuentro en la red y no hace mucho reproduje en este blog.

Donde se invita a cierta ciudad entrañable a recoger la antorcha

Miami de mis amores,
tú, que eres tan lindo y bello
y tanto te afecta aquello
—la isla de los mil pavores—,
no desoigas los dolores,
la sempiterna estulticia,
la represión, la impudicia
que nos robó nuestra tierra
y que a nuestro pueblo aterra:
¡grítale “NO” a la malicia!

___
Imagen: Garrincha.

sábado, marzo 28, 2009

Colas de Manhattan

Hoy aparece en Penúltimos días mi traducción al cubano de “Tails of Manhattan”, un muy divertido y disparatado cuento de Woody Allen, publicado en el más reciente número de The New Yorker.

Para abrirles el apetito, transcribo aquí el primer parrafo:

Hace un par de semanas, Abe Moscowitz se murió de un infarto y vino a reencarnar en una langosta. Lo atraparon en la costa de Maine y lo enviaron a Manhattan, donde fue a parar a un tanque de un lujoso restaurante especializado en mariscos. En el tanque había otras langostas, una de las cuales lo reconoció: «¿Abe, eres tú?», preguntó la criatura levantando las antenas.

Para continuar leyendo, tengan la bondad de hacer clic aquí.

viernes, marzo 27, 2009

Bienal de la Habana. Obras recientes

J. A. Vincench, Cuadro abstracto que habla.
Cathryn Griffith, Havana Postcards.
Maqueta de Miramar, Calle 28 entre 1ra y 3ra.
Inauguración: sábado 28 a las 2pm.

Estudio abierto, obras recientes de J. A. Vincench.

Abierto desde el domingo 29 a las 2pm.
Calle 78 # 1526. Altos. Entre 15 y 17. Playa.
***
Si se me permite el comercial: J. A. Vincench es el autor de la obra de portada de mi poemario Los culpables.

Estampas habaneras (XXI)

Concurso en el Capitolio o el salón de los premios perdidos
Teresa Dovalpage

Hoy discutíamos en clase el término “no ficción creativa” y un estudiante dijo que aquello debía ser “contar la vida de uno como uno hubiera querido que fuera y no como fue en realidad”. Me gustó la definición, pero les aseguro que en estas esquinitas he tratado de mantenerme fiel a la realidad, en lo posible, y dejar la creatividad para otros esfuerzos artísticos.

Ahora, no siempre es posible la fidelidad absoluta —y no estoy hablando de pegar tarros, eh—. Me acuerdo, por ejemplo, de un concurso de lecturas literarias en que participé cuando tenía once años, pero por más que lo intento no puedo recordar dónde se llevó a cabo ni en qué consistía exactamente. Sólo tengo para ayudarme esta foto, que me tomaron durante la última fase de la competencia, a nivel nacional.

En fin, lo cuco del asunto es lo que sucedió después del concurso. Fue en nuestra benemérita Academia de Ciencias, lugar seleccionado para la distribución de los premios. Todos llegamos entusiasmadísimos. No es que esperásemos que nos regalaran bicicletas chinas ni robots parlantes, que tan ingenuos no éramos. Pero ya que nos citaban para un sitio así de imponente, imaginábamos que algo bueno nos esperaría allí.

Subimos la escalinata, atravesamos la sala del diamante y el salón de los Pasos Perdidos (donde un gracioso soltó una trompetilla a ver si resonaba bien) y al cabo nos llevaron a un saloncito más modesto donde tendría lugar la ceremonia. Allí aguardaban tres profesores y un enjambre de Makarenkos. Supuse que los premios estarían escondidos debajo del buró porque sobre la pulida superficie de éste no había más que un montón de papelitos.

Después de las felicitaciones y discursos del caso, empezaron a leer nombres. “Doval, Teresa, acérquese a la mesa”. Por poco me caigo del susto, a pesar de la rima. Fui hasta el podio y una Makarenko, sonriendo de oreja a oreja, me entregó un papelito. Debo haberme quedado allí más tiempo del conveniente —en espera de mi regalo, claro— porque la Maka me susurró: “Vamos, muchacha, muévete”, y entre las risas de todos regresé a mi butaca.

En aquel papelito —un diploma impreso en papel de cartucho, o que lo parecía, y con los nombres escritos a pluma— consistía todo el premio. Cuando salí del salón, el pasillo estaba alfombrado de “diplomas,” abandonados allí por el resto de los chasqueados. Hice lo mismo con el mío y me volví, con la cabeza gacha, al salón de los Pasos Perdidos.

jueves, marzo 26, 2009

Viernes decadentes, en Miami, con Alina Brouwer

In vino veritas

Es de un mal gusto inenarrable el uso de la efigie del sanguinario Ernesto Guevara en botellas de vino.

Para consuelo de los justos: en esta Roma que lo ha visto todo, la marca “Che” se vende al lado de la marca “Mussolini”:


Fotos: San Suzie, blogger de www.c-monster.net.

miércoles, marzo 25, 2009

Oda leve a Facebook

Mira que yo tengo amigos:
¡son trescientos treinta y nueve!
Son como copos de nieve,
como campanas, como higos,
como estrellas, como trigos,
como recuerdos distantes,
con tanto swing, tan galantes…
¡y a muchos ni los he visto!
¿Julián qué? ¿Cuál Evaristo?
¡Son todos tan importantes!

Hablemos de pelota...

Dice el Reflexionista en Jefe:

«Fue peor todavía cuando Matsuzaka dio una base por bolas y el jugador negro Jimmy Rollins, del equipo norteamericano (…)».

¿Y qué tiene que ver que Jimmy Rollins sea negro?

Parece que sus correctores de estilo —¿tendrá correctores de estilo este imbécil?— no notaron que se le salía el racista al Comandante.

H/T: Penúltimos días.

Una “entrevista”

Leo con angustia que el escritor Orlando Luis Pardo Lazo ha recibido una citación policial para “ser entrevistado” hoy, en la estación de la Policía Nacional Revolucionaria del municipio Diez de Octubre. La nota oficial apunta que «de no asistir a esta citación podrá ser multado según lo establecido en la ley penal vigente».

De tal suerte —que es desgracia—, deseo para Pardo Lazo —y para todos los cubanos que habitan en la isla— un derecho que me asiste en mi tierra adoptiva y que queda recogido en la Cuarta Enmienda a la Constitución (de los Estados Unidos):

«El derecho de los habitantes de que sus personas, domicilios, papeles y efectos se hallen a salvo de pesquisas y aprehensiones arbitrarias, será inviolable, y no se expedirán al efecto mandamientos que no se apoyen en un motivo verosímil, estén corroborados mediante juramento o protesta y describan con particularidad el lugar que deba ser registrado y las personas o cosas que han de ser detenidas o embargadas».

martes, marzo 24, 2009

Sin violín ni tejado

Gracias a la gestión de Daniel S. —a quien agradezco encarecidamente—, reproduzco un texto de Ana Julia Jatar.
***

Hoy se reestrena el musical “El Violinista sobre el Tejado” en el Aula Magna de la UCV por “Producciones Palo de Agua” y dirigido por Michel Hausmann, el hijo de mi esposo Ricardo, es decir, también hijo mío. Es la conmovedora historia de una familia judía en el pueblo de Anatevka en la Rusia Zarista la cual sufre los abusos y maltratos de un gobierno intolerante. Los habitantes de Anatevka aman, sufren y sólo aspiran a caber en su propio país: que se les respeten sus ideas, sus costumbres y su religión. Es un mensaje para la Venezuela dividida de hoy. Una Venezuela en la cual podría decirse que todos somos violinistas sobre el tejado.

Tratamos de vivir con optimismo mientras con dificultad mantenemos el equilibrio sobre el inclinado tejado del abuso, la intolerancia, la división y el totalitarismo.

Es una obra magistral que unos talentosos jóvenes venezolanos han montado pues representa la historia universal del individuo oprimido por un Estado que viola sus derechos más fundamentales. Por eso Michel Hausmann decide montar esta obra; porque representa el amor a la Venezuela que aspira y el rechazo a la intolerancia que este gobierno nos quiere imponer.

Pero a Michel le pasó hace unos días algo que jamás nos hubiéramos imaginado. Luego del cobarde y nada “resuelto” ataque a la sinagoga de Maripérez, alguien —quien pidió permanecer en el anonimato— le comunicó a Producciones Palo de Agua que la Orquesta Gran Mariscal de Ayacucho se retiraba del proyecto El Violinista sobre el Tejado por ser “una obra judía”. ¡Así será la percepción de antisemitismo que está irradiando este gobierno! La razón esgrimida fue un triste reflejo del totalitarismo rampante: temían perder el subsidio del Gobierno Nacional.


Por ello invito a mi admirado amigo José Antonio Abreu a que se pronuncie sobre esta situación. Si no lo haces, José Antonio, mañana también vendrán por ti.

Pero Producciones Palo de Agua no esperó explicaciones, siguió adelante y decidió hacer lo que se llama un “ventetu” es decir invitar de manera individual a los músicos a participar; y para esperanza de todos, muchos respondieron positivamente. Jose Antonio Abreu, otro elemento para tu reflexión.

¿Qué nos está pasando? ¿Hasta dónde va a llegar la perversidad de esta maquinaria de odios y miedos? ¿Cómo es que mis hijos ahora se van a sentir extranjeros en su propia patria al igual que se sintió mi familia en la Cuba de Fidel o mis suegros en la Alemania de Hitler?

El arraigo de Michel no sólo le viene porque es venezolano de pura cepa sino porque así lo aprendió de sus abuelos sobrevivientes del Holocausto quienes encontraron aquí un paraíso de tolerancia y amor, de su madre Verónica, de su padre Ricardo, de sus amigos y de toda mi familia. Yo no soy judía, pero me case con un judío, soy nieta de libaneses y españoles canarios. Mi madre, Belkys, es cubana y se casó con mi padre, Braulio Jatar Dotti, venezolano, fundador de Acción Democrática e hijo de libanés mientras pasaba su exilio de la dictadura de Perez Jiménez en el hotel San Luís en La Habana. Hotel que por cierto fue propiedad de mi abuelo hasta que Fidel Castro se lo quitó. En cortas palabras, yo soy nieta, hija, esposa y madre de la Venezuela de la tolerancia, del respeto y de la libertad. Cuando mi única hija Joanna Hausmann Jatar, decidió ser judía por religión, toda mi familia cristiana la acompañó con amor fuerza y admiración. A nadie se le ocurrió pensar distinto. Ese es el camino de la libertad y la dignidad, el que lo pierde por miedo, lo pierde para siempre…

Esa maldita circunstancia

Transcribo un texto de César Reynel Aguilera.
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Esa maldita circunstancia

Días atrás llamaron con la noticia de un hallazgo; esta vez en la barriga de una ballena suicida, que fue descubierta, boca arriba y despanzurrada, en la península de Terranova. Allá fui con la sospecha de que ese podría ser mi último servicio como experto en verificaciones. Quizás por eso aproveché el viaje de ida y vuelta para escribir estos apuntes que ahora se convierten en una suerte de discurso sobre la historia de la Organización Botella. Agradezco a la junta directiva, y a todos los miembros, el reconocimiento que significa dejar en mis manos estas palabras finales. Mucho ha llovido desde que decidimos embarcarnos en nuestra causa común. Como era de esperarse, los tiempos han cambiado y las nuevas condiciones nos obligan a la recapitulación. Esa es la tarea que hoy me toca y trataré de hacerla con la mayor brevedad, comprometiéndome a respetar, dentro de la medida de mis posibilidades, el orden cronológico y la veracidad de los acontecimientos. Comenzaré por el principio.

Fue una mañana que brillaba por la ausencia de signos premonitorios, y yo pescando en el Estrecho. Digo pescar por decir sentarse al sol con un sedal sin anzuelo ni carnada, mientras los pensamientos vagan entre sandías y sandeces. A las tantas horas me percaté que la mar no estaba serena y decidí regresar. Empezaba a recoger mi red de una sola cuerda cuando sentí un golpe en la banda de babor, que es siempre la contraria de estribor y que nunca sé donde está, así que le di la vuelta al bote asomándome por la borda. Esperaba un madero, pero encontré una botella con un papelito seco en su interior: Un saludo desde aquí para los que están por allá.

Regresé a tierra firme con un salto en el estómago que sólo pudo calmar una grillada al amparo de unas julianas crujientes. Los amigos del lugar preguntaron por la pesca y, con la boca llena, puse sobre la mesa el papel desdoblado. Sucede que a veces pesco lo que no puedo entender, para eso están los demás. Sin embargo, fue bien poco lo que alcancé a sacar en medio de la algarabía que se formó. Según iban contando logré saber que una historia rodaba y rodaba por Allá, o sea, al otro lado del Estrecho visto desde aquí. Parece que la gente de Allá terminaba de leer esas palabras sin poder resistir el incontrolable deseo de embotellar sus mensajes; los de Acá, ni cortos ni perezosos, se aprestaban a coleccionarlos con verdadera fruición. Recuerdo que por esa época se comentaba uno que decía: Túnica de medio paso, zapaticos de a cent ten.

Debo reconocer que, a pesar del entusiasmo reinante, el asunto me resbaló con esa indiferencia que siempre tengo por los grandes números. Cualquier cosa que implique a muchas personas me hace pensar, de forma ineluctable, en la maldición de los círculos cerrados. Es una de las pocas creencias que tengo y se las explicaré con el mismo ejemplo que utilizaron para regalármela hace ya muchos años: dile a tu mejor amigo un gran secreto, hazle jurar que sólo se lo dirá a uno de su entera confianza, insístele sobre ese punto y siéntate a esperar. El mensaje regresará para cerrar una viciosa circunferencia que lo hará morir por disipación energética. Dos meses de resonancia y listos, pensé. Pero no, las botellas siguieron llegando con más oleadas que el día D: Dulcinea, me salaste la existencia. Ándele no más manito con el bicarbonato. Ay San Eligio, yo lo que quiero es chocolate.

Por esos días el Gobierno de Allá estaba enfrascado en la cuarta campaña de alfabetización, esta vez en chino, para variar. El asunto de los mensajes embotellados fue visto como una moda pasajera, parecida a aquella de empinar chiringas con hilo negro a las doce de la madrugada. Esto explica que la única reacción de las autoridades haya sido cambiar los frijoles amarillos por unos verdes de cáscara dura y disminuir la intensidad de la iluminación artificial. La gente andaba por Allá con tormentas en las entrañas y candiles en las manos, así escribían sus cartas flotantes. En Cantón, amor también se escribe sin H.

Fueron tantos los mensajes que por Acá decidimos crear un museo para exponerlos al mundo. Tarea bien difícil si tomamos en cuenta que nuestros ahorros y algunas subvenciones sólo alcanzaron para copar con las primeras arribadas. Hoy puedo dejar a un lado la falsa modestia y decirles que fue a este servidor a quien se le ocurrió la idea de la organización. Es algo de lo que me enorgullezco, pues me permite considerar esta obra como mía sin detenerme en las culpas de mis dudas e indiferencias iniciales. Puedo, incluso, decirles más: fui yo quien propuso buscar ayuda en los medios de difusión masiva. Con mucho esfuerzo logramos convencer a los diarios más importantes de las grandes ciudades para que publicaran una pequeña sección en sus primeras planas: “La Botella del Día”. El éxito fue rotundo. En Buenos Aires causó sensación aquella que rezaba Cuídalos Fonsina, con un pie de nota explicando que había sido encontrada por un pesquero japonés frente a las costas de Madagascar. En San Juan se comentó mucho una que pedía Vuela paloma coja, que son dos tus alas en la cresta de una ola. Y en Barcelona, aún hoy, quien no entiende algo levanta sus manos al cielo y exclama ¡Ah Tápies, Tápies! ¡Qué bien forjaba Tápies! El resultado fue una gran afluencia de donaciones, y por primera vez pudimos ser escuchados con nuestras propias voces.

Ante el mal cariz que tomaba la situación, el Obierno de Allá decidió iniciar una pequeña ofensiva. Las estratégicas reservas de frutas y vegetales fueron puestas a disposición de la población, el suministro de electricidad fue restituido y, para mayor beneplácito, se estrenaron dos telenovelas extranjeras. Paradójicamente, los de Allá reaccionaron según lo inesperado, sus mensajes fueron más extensos y alcanzaron largas distancias en sus saltos hacia el horizonte. Así fue como recibimos éste que les leeré a continuación. Lo hago porque muchos lo consideran un intento de aviso temprano sobre los tiempos que corren. El nombre del abajo firmante nos lo reservamos por razones de elemental cautela. Dice así: ¿Qué les vais a pedir si no pueden imaginar la vida en tres dimensiones? ¿Los vais a matar? ¿Porque no saben que la bala entra en el plano como un punto que se agranda en círculos excéntricos? ¿Porque si los diámetros se superponen dirán que una distorsión lateral les acarició las orejas? No perdáis vuestro tiempo, dejadlos ondular, ya llegaran al punto de inflexión, y los estaré esperando. Tendríais que verlos cuando me acerco con el martillo en la mano y mis clavos hipercúbicos entre los labios. Se sueltan a pedir otra oportunidad, a jurar que harán esto y lo otro. No me queda más remedio que decirles que está muy bien lo que dicen. Para de paso dejarles caer que tienen eones de meditación por delante. Ni cuenta se dan, siguen hablando entre juramentos y sorpresas. Muchas veces terminan con una invocación a los héroes, momento que aprovecho para darle pasto al tiempo. ¡Ah los héroes, los héroes, esos farsantes! ¿Por qué evitaron responder una pregunta tan simple?

Por Acá discutíamos sin cesar los mensajes como éste, mientras que por Allá el Bierno acusaba los primeros signos de estar llegando al límite de su paciencia. Supimos que varias divisiones de hombres-rana fueron enviadas a interceptar botellas. Los remitentes que pudieron ser identificados sufrieron penas de embotellamiento en formol y fueron remitidos hacia las facultades de medicina para el estudio de raras enfermedades tropicales. De poco sirvió el escarmiento que las autoridades quisieron dar; la gente de Allá replicó con el anonimato y a partir de ese momento firmaron sus misivas con el bíblico nombre de Jonás. Para mejor cobertura empezaron a utilizar las lenguas de antiguas campañas culturales. The true day of my soul dances in the middle of the night. Nadezhda umiraet posledney.

Intentando presionar en todos los frentes, las autoridades de Allá publicaron un bando interno. En un largo editorial se hablaba del enemigo que, sutil y silencioso, ahogaba por todas partes, el mismo que salaba la tierra, envenenaba las cosechas y que pretendía corroer, con su aliento, las bases de hierro que sustentaban la paz. Su poder maléfico había sido siempre la causa de todos los males. Una vez más buscaba emponzoñar, extendiendo las puntas de sus ondulantes brazos a los que quisieran sumarse a su obra destructora. Al Ierno de Allá no le quedaba otro remedio que una nueva ley primera: muerte al agresor y a los colaboracionistas. Una posible respuesta a semejante exabrupto la recibimos de las manos de un navegante solitario, que la encontró flotando cerca de las Islas Azores: Díganme por favor, ¿hubo policías en Numancia?

¡Guerra! Gritaron los tambores. El Erno de Allá acantonó sus ejércitos y por enésima vez llamó a la solidaridad internacional. Cada soldado recibió la orden de lanzar diez botellas por día. Fue un duro golpe para nosotros, que en unas pocas horas nos vimos desbordados por una avenida de disímiles continentes y un mismo contenido: Avanti, per sempre avanti. Llevó tiempo y mucho esfuerzo ordenar y clasificar aquel intento de confusión. Tuvimos que contratar grafólogos e ingenieros en lenguas para agrupar nuestras piezas según sus procedencias e intenciones. Al final ciertos patrones emergieron en medio del caos; por ejemplo, los mensajes solidarios se repetían entre el Champagne y los vinos caros. Cuando terminamos, el museo quedó dividido en las tres secciones que conocemos hoy: Mensajes Embotellados, Jonanismo Gubernamental y Ánforas Solidarias.

Tomando nuestra idea como un regalo, el Rno de Allá decidió hacer un censo grafológico nacional. Cada ciudadano, con independencia de edad, sexo o raza fue llamado a escribir sus vocales y sus consonantes para una base de datos que sería utilizada en la lucha contra el enemigo. Hasta los niños fueron convocados a dejar sus trazos balbucientes, y lo hicieron con mucho gusto, como si supieran que eran ellos los elegidos para ponerle la tapa al pomo. La oportunidad que aprovecharon los pequeños para lanzar sus mensajes fue la ceremonia que Acá conocemos como Fiesta del Arrepentimiento. Porque Allá, bastión al fin, se ven obligados a esconder ciertos cadáveres lanzándolos por encima de los dientes filosos de la frontera. Cada año, para calmar las conciencias, llevan a los niños hasta esos mismos lugares y les piden que lancen flores y cantos que en nada cambian el vaivén de los vientos. Pero en aquella ocasión los pequeños lanzaron sus propias palabras, y lo hicieron con letras zurdas y distintas, cada uno prestándole a otro su más bella tilde o la mejor de sus Aes. Una flor para ustedes y un beso para mi papá.

Esa fue la gota que desbordó la paciencia. El No de Allá, preocupado por las generaciones venideras, decidió apostar por las medidas extremas. Los hombres de ciencia, presionados por las circunstancias, encontraron dos grandes soluciones para defender el futuro. La primera fue pasar a la producción de botellas emplomadas (con un plan adjunto para convertir al país en una potencia mundial en el tratamiento del saturnismo infantil). La segunda fue la creación de diccionarios locales. En estos momentos ya sabemos con certeza que cada localidad ha sido dotada con un pequeño libro de palabras y acrónimos. Sólo estos términos pueden ser utilizados dentro de los límites precisos de ese territorio; el uso de un vocablo no autorizado se pena con gran severidad. La detección de un mensaje que utilice voces de una región ha sido esgrimida como prueba para castigar a los habitantes de la misma. Nos han llegado rumores de libros llenos de tachaduras y de personas que se han visto obligadas a mudarse por culpa de sus tatuajes. También sospechamos un aumento de los cantos y flores que terminan echados a las fauces sedientas del eterno enemigo.

Las señas proliferan entre los que viven Allá, mientras que los que vivimos Acá tenemos que conformarnos con el silencio y la duda. Los pocos textos que nos están llegando siembran más desconcierto que alegría. Esta es, en mi opinión, la característica fundamental de lo que llamamos la cuarta marejada. Una etapa cuyo comienzo puede ser definido por la llegada, entre los nudos de una cañabrava seca, de estos versos escritos, hace ya mucho tiempo, por un poeta casi olvidado: “Filiflama alabe cundre/ ala olalunea alífera/ alveolea jitanjáfora/ liris salumba salífera”.

Así van las cosas. Cada vez nos resulta más difícil interpretar a los que están por Allá y poco a poco nuestra perplejidad nos separa en dos grandes grupos: el de los Entendedores y el de los Desentendidos. Los primeros piensan que hay un sentido evidente en las señales que nos llegan. Para ellos un texto tiene el significado que el significante quiera darle. Traducir es, según la doctrina que defienden, un vuelo del deseo, y las ansias de saber el mejor de los cuidados para una traslación perfecta. Sin grandes complejos proponen y asumen un significado perfecto para el poema de la cañabrava: “Flama alabanza de lumbre/ olas de luna cautiva/ ánfora en mágica danza/ rumba de sal en mi lira”.

Los Desentendidos, por su parte, piensan que los de Allá no se entienden entre ellos mismos, ni con el mundo, ni con su O, y mucho menos con nosotros. Esta facción considera que cualquier intento por comprender es hacerle el juego a una circunstancia que ha llegado hasta los límites de lo permisible. Para burlarse de los descifradores han publicado una versión del texto de la cañabrava que, por razones de elemental decencia, no puedo repetir aquí.

Proponen los Desentendidos desentenderse de todo y disolver nuestra organización. En cambio, los Entendedores responden con golpes de pecho, sacan a relucir unos picos de botellas y amenazan con expulsiones. De paso niegan cualquier relación con algunos mensajes inteligibles (y apócrifos) que han aparecido recientemente. La discusión ha alcanzado su punto álgido con el descubrimiento de estas voces en un trozo de cañería forrada con caucho vulcanizado: tin marín/ de do pingüe/ cuca la maca/ la títere fue.

Los Entendedores celebran el hallazgo y reclaman a todo grito que se trata de una forma de queja comedida que tiene la gente de Allá. Para demostrarlo acuden a las acepciones de las palabras y dicen saber del pingüe beneficio que algún títere está obteniendo con un engaño muy astuto. Los Desentendidos, mientras tanto, insisten en que pudiera tratarse del estribillo perdido de una antigua tonada popular, la misma que habla, entre sus muchas estrofas, de una vieja y un viejito que se cayeron en un pozo después de haber montado cachumbambé. Una vez más se burlan de los otros bailando al ritmo de una reiteración muy pegajosa.

En fin, el cisma se profundiza y no es mi intención ahondar en el abismo. Este discurso sólo pretende crear el marco apropiado para presentarles algo que unos podrán interpretar como el final de esta historia y otros como un nuevo comienzo. Quiero aclarar que yo no participo en la polémica; mis dudas e indiferencias iniciales me invalidan para la contienda. Además, me basta con velar por la autenticidad de las palabras que otros utilizan para defenderse o agredir. Eso explica la unanimidad con que decidieron delegarme esta presentación. Creo que he cumplido mi promesa de ser breve. Para terminar los dejaré en compañía de nuestro último hallazgo. Quiero repetir que fue descubierto por un grupo de ecologistas franceses, dentro de la barriga de una ballena suicida. Puedo asegurarles que se trata de una gran adquisición, un verdadero original que nos llegó protegido por tres cilindros de madera tallada. Hasta ahora ningún lingüista ha podido encontrarle relación alguna con un idioma conocido. Le llamamos el tiritar del pigmeo y en cuanto lo lean sabrán por qué: Ágea átete gea a acétece átege cetécete teátete gécete.

Muchas gracias.

***
Este texto fue publicado originalmente en
La Jornada Semanal. Lo reproduzco aquí cortesía del autor.

lunes, marzo 23, 2009

Tema del traidor

Roma paga a los traidores,
aunque también los desprecia:
esa Roma triste y recia
plagada de delatores,
repentistas, oradores
que tocan trompeta y tuba
y hacen que su canto suba
al oído del imperio.
No se rían, que esto es serio:
¡Roma transmutada en Cuba!

domingo, marzo 22, 2009

El Hermano en Jefe sueña con la gloria en el deporte

Para mayor deleite, invito a los lectores a visitar la sedición especial de Guamá (número 124). Hay para comer y para llevar. ¡Buen provecho!

Sting: “Ellas bailan solas”

Esta bella canción de Sting —quien hace poco más de un año viajó a La Habana a tomar clases de baile— me transmite una tristeza doble: por las madres de la Plaza de Mayo y por el calvario de nuestras Damas de Blanco, a quien nadie les canta. Tenemos que hacer algo a este respecto. Hace falta que alguien vaya a Cuba a cantarles una canción así. Ellas sí que marchan solas. Solitas en alma.



Aquí el original en inglés: “They Dance Alone”.

sábado, marzo 21, 2009

Estampas habaneras (XX)

Las encarnaciones de Sears
Teresa Dovalpage

Tras su nacionalización, a la que siguió una década de hibernación, la antigua Sears se abrió exclusivamente para los “viajeros de la comunidad”, o, como les decía la gente, los gusanos que retornaban convertidos en polícromas mariposas. En ese sentido fue un antecedente directo de las diplotiendas de los 90. La venerable abuela de las shoppings, vaya. Como en mi familia no teníamos parientes comunitarios, no llegué a conocerla. Fatalidad.

Después cerraron el local de nuevo y pasaron tres o cuatro años más para que reencarnara como el Supermercado Centro, durante los ochenta. Allí se vendían ¡por la libre! pollos, cakes, quesitos de lujo y me parece que bebidas también. Digo “me parece” porque tampoco logré visitarlo. Dado que las colas eran más largas que la del cometa Halley, mi padre marcaba a las tres de la mañana, lo relevaba mi abuela a eso de las siete y cuando llegaba la hora de entrar, allá iba la comandanta, esto es, mi madre, que era quien decidía lo que se podía comprar y lo que no. Un día hablaré más del tema, pero les aseguro que mi familia era un matriarcado. El caso es que, por más que le pedí a la mandamás que me dejara acompañarlos, me azoró siempre. “¿Qué tienes tú que hacer ahí, chica, en medio de una cola donde te van a estar dando empujones? Ponte a estudiar o entretente con un palito y mierda, anda”.

Unos diez años más tarde, cuando el difunto Centro había vuelto a dar otra vuelta kármica, ahora transformado en un Joven Club de computación, me dirigí a sus puertas a fin de ver de cerca una computadora. Aunque a consecuencia de mi apresurado paso por la facultad de cibernética me hacía poca gracia todo lo relacionado con esta ciencia arcana, pudo más la curiosidad y allá me fui.

A la entrada del Joven Club me detuvo una guardiana envuelta en uniforme verdealgo y creo que hasta con pistolón a la cintura.

—¿Adónde tú vas?
—Yo… esto… yo soy profesora de la universidad y vengo a ver si puedo usar una computadora —tartamudeé.
—No, mija, no, ¿qué tú te piensas? Tienes que traer una autorización de tu departamento que explique para qué necesitas saber computación. Además, hay que pasar un curso primero, no es cosa de llegar y de sentarse delante de uno de esos aparatos así de a Pepe. Y luego tienes que hacerte socia del club y traer tus documentos y pedir tiempo de máquina y…
Pero en mi departamento me comunicaron que no había motivo alguno para que una simple profesora de inglés perteneciera a un Joven Club, que mejor me pusiera a traducir un artículo de Alfredo Guevara a la lengua de Shakespeare —lo que constituía el equivalente a mandarme a jugar con un palito y mierda, supongo.

No sé qué será del local ahora. ¿Es todavía un Joven Club, es una shopping, se ha convertido en patrimonio de la humanidad? Quizás, si un día regreso a Cuba, tendré más suerte y podré trasponer sus umbrales. Quizás, quizás, quizás...

viernes, marzo 20, 2009

Swing y decadencia

Notas al vuelo sobre la “Primera Semana de la Cultura Cubana en Qatar”

Hay en Qatar un evento
que festeja la cultura
de la torpe dictadura,
de su medio siglo cruento.
Ay, qué dolor, qué tormento:
hay folclor y artesanía,
hay pose e hipocresía;
hay cine, música y danza;
hay infamia y destemplanza…

¡Celebran la tiranía!

jueves, marzo 19, 2009

Revista Caleta: “Apuntes en blanco y negro”

El próximo número de la revista Caleta —que en menos de una quincena verá la luz de estanquillos y librerías en Cádiz y el resto de la península— ha sido dedicado a los últimos 50 años de literatura cubana.

El listado de autores que conforma dicho dossier es largo y variopinto. No destaco a ninguno —para evitarme la tarea de tener que excluir a otros—, pero sí dedico el texto mío que figura en dicho número a quienes fueran sus dos primeros (y muy sagaces) lectores: Enrique del Risco y César Reynel Aguilera.

A la revista Caleta y —en específico— a su editor, agradezco la gentileza de dar el visto bueno a la publicación de mis “Apuntes en blanco y negro” en Belascoaín y Neptuno.

A los habituales, una advertencia: la extensión del texto que sigue se aleja un poco de lo acostumbrado para el formato de blog, pero, queridos amigos, no sólo de décimas y sonetos vive el hombre.

***
APUNTES EN BLANCO Y NEGRO

Todos conocemos el chiste: Fidel Castro arenga —en los albores de aquello que cínicos y optimistas decidieron llamar “la Revolución Cubana”— a una multitud enardecida. Grita que a partir de ese instante ya no habrá más blancos o negros en la isla. Explica que una verdadera revolución no se puede permitir esas distinciones. Y decreta que, de ese momento en adelante, todos serán verdes. La jauría chilla. La emoción es tangible. Los verdes en el público se abrazan. Algunos lloran. Otros se desmayan. En esas, Castro se aclara la garganta, da dos golpecitos en el micrófono con su dedo índice —ese índice que dictaría los destinos de millones de sus, ay, súbditos— y proclama: «Los verdes claro, para acá; los verdes oscuro, para allá».

Recreo esta broma de mal gusto pues hace un par de semanas, R., un entrañable amigo —cubano y escritor, aunque, según él, también tiene otros defectos—, me preguntó cuándo había descubierto que era negro. (Dicho sea de paso, R. no es su inicial verdadera: en este texto, los nombres, qué nombres, las iniciales de los implicados han sido cambiadas para proteger a inocentes y culpables). La pregunta me tomó por sorpresa. Creo que bebíamos unas copas. Creo que me atraganté al escucharla. Y creo que no supe contestarle. Quizá debí haberle dicho que no había una línea divisoria precisa; que no me era posible determinar el momento exacto en que había tomado eso que, si me perdonan el lugar común, denominaría conciencia étnica. El conocimiento, ya se sabe, es paulatino.

La pregunta de mi amigo puede resultar —a no-cubanos y a simple vista— torpe, poco seria o irracional, pero les aseguro que no lo es, máxime viniendo, como antes dije, de un avezado y avisado escritor de la isla. El hecho de que ambos hayamos nacido y crecido después del “accidente” propicia y justifica su duda, pues entre otros espejismos e ilusiones ópticas, dicho proceso (a)histórico se encargó de diseminar en suelo patrio y —sobre todo— en sus afueras la idea de que el racismo había sido erradicado de plano con la llegada de los barbudos al poder, en aquella prehistoria que fue el umbral de los años sesenta.

Para responderle (por escrito) a mi amigo, he decidido establecer una cronología mínima, una suerte de mapa personal que recoja los incidentes raciales que, para bien y mal, me configuraron. Ante todo, debo insistir en que durante mi infancia la raza como tal no estuvo presente. Ya adulto —y en el exilio— comprendería que la oración anterior es una falacia. La discriminación racial, al igual que su contraparte —que en Cuba no es la aceptación o la tolerancia, sino la negación más tozuda de la existencia de dicha discriminación racial— estaba en todas partes. Por tanto, me corrijo: la raza no estuvo presente de un modo que fuera obvio para un infante que aún no había leído a Caín.

¿Dónde y cuándo comenzó a hacerse sentir la diferencia cromática?

Gracias (es un decir) a que mi padrastro era militar —la autora de mis días pudo haberse jactado en su juventud de un pésimo gusto en materia de hombres—, pasé mis primeros años dando tumbos por toda la isla, con mi madre y este señor que me llevaban al retortero: a Camagüey, Santiago de Cuba, Holguín, otra vez Camagüey y, por fin, de regreso a La Habana, luego de una odisea de casi ocho años por el centro y el este del país.

De mi época en el (medio y lejano) Oriente, recuerdo haberme codeado con parte de la vieja y nueva alcurnia camagüeyana; haberme curado los ataques de “tos perruna” en unas obstinadas escaladas de nuestro Fiat Polski (o polaquito), el pobre, a La Gran Piedra; haber cargado infinitos cubos de agua hasta un quinto piso de un horroroso edificio santiaguero, mientras aprendía a querer y a odiar la conga que tenía el don de la ubicuidad en esa región del país; y recuerdo una sensación de malestar que no me abandonó durante el tiempo que pasamos en Holguín, un lugar que me era inhóspito desde su nombre agudo, hasta sus paisajes anodinos y su clima árido.

Para mi sorpresa actual, lo que resaltaría negativamente en mi regreso a La Habana —con doce años aún por cumplir—, no sería el tono de la piel, sino —para citar un blog que frecuento— el tono de la voz. Por aquel entonces, cursaba el cuarto grado y cantaba como el más consagrado tomeguín. (Nota a los no-cubanos: en el este del país no se habla: se trina). Bastó una semana de burlas despiadadas a mis cantares —provenientes de maestros y alumnos— y un sábado y un domingo en casa empeñados en aprender a pronunciar “páq-que” (versión habanera de “parque”) en lugar de su homólogo oriental: “palque”… a la par de otras lindezas fonéticas imprescindibles para dejar atrás ese pesado lastre. Que lo de negro va y pasa, ¡pero además santiaguero!

Ronda nocturna
La única vez que dormí en una estación de policía fue hace un par de décadas. Eso de dormir es una artimaña narrativa. No pude pegar un ojo en toda la noche. Al miedo ―aquel ente palpable― y la incertidumbre de verme en un cuarto de la temida y hasta entonces mitológica Quinta Estación de Policía de La Habana, se sumaban los dieciséis años que estaba por cumplir y el desconcierto al no entender qué había hecho para ir a dar a lugar tan aciago. Lo sorprendente del arresto de la noche anterior era precisamente que no había hecho nada. No quiero decir nada heroico o digno de mención. Digo nada. Horas antes, deambulaba por el Vedado con dos o tres amigos, luego de pasar un fin de semana acampados en algún punto distante del litoral norte. Recuerdo que a esta modalidad de campismo, por aquellos tiempos, le llamábamos «guerrilla» (tan en boga estaba el lenguaje bélico en la isla). Y, guerrilleros al fin, regresábamos a la capital andrajosos, hambrientos, felices, con ese buen humor que es a ratos producto de la adolescencia, de no tener la más mínima idea de qué pasa alrededor de uno y de creer que en realidad se vive en un país libre, cual solamente puede ser libre. Debo aclarar que el ambiente a nuestro alrededor también se prestaba para entusiasmos: andábamos en época de carnavales.

Luego de sobrevivir el viaje en unos camiones que nos dejaron en Santa Cruz del Norte y soportar el errático tren de Hersey, la quejumbrosa lanchita de Regla que nos cruzó ―como pudo― La Bahía y aquella guagua Girón que nos adelantó hasta el Páq-que Maceo, nos unimos por inercia al molote y ―evitando discusiones, puñaladas y el orine que se escurría de los baños públicos instalados de cualquier manera y a intervalos irregulares a lo largo del Malecón― caminamos rumbo oeste hasta que, ya hastiados de tanto gentío y tanto desentonar con aquella indumentaria, dejamos el Malecón y nos adentramos en una calle cualquiera.

Hasta ese momento jamás había oído hablar de zonas congeladas.

Las circunstancias del arresto fueron ―ahora lo sé― predecibles, pero no por eso menos arbitrarias. Sin darnos cuenta, habíamos entrado en el área de la Oficina de Intereses de los Estados Unidos. No tuvimos tiempo de regresar sobre nuestros pasos. Puntual como las abejas, un policía ―y luego otro y otro― se nos acercó para pedirnos el dichoso carné de identidad. Y por cuenta del pigmento de esta piel mía y el hecho de que «mi documento no estaba en orden» ―le faltaba la foto, algo que, si mal no recuerdo, era obligatorio luego de cumplir los catorce años―, en menos de lo que se cuenta nos habían detenido y nos conducían a la infame estación.

Hago un aparte: en este grupo, yo era el único “ciudadano con características” —eufemismo que sería puesto de moda entre la fuerza policial capitalina de los noventa para describir a hombres (jóvenes, por lo general) mestizos o de la raza negra—. El carné de identidad de uno de mis amigos tampoco tenía la foto reglamentaria, pero no pasó nada. El socio era blanco. Fue al llegar a mí que ardió Troya. Establecer esa conexión entre la piel y el arresto, por raro que parezca, me tomaría años. No hay que olvidar que había crecido escuchando una y otra vez las bondades de la Revolución, mientras me repetían —mi padrastro, sus colegas, cualquier imbécil que estuviera a tiro— que en la Cuba de Batista o en Estados Unidos yo sería un simple limpiabotas. (¿Han notado que aún persiste un fetiche nacional con la idea de los negros arrodillados frente a los blancos? La imagen del limpiabotas capta la esencia de este capricho erótico a plenitud).

Regreso a la Quinta Estación, de la que nos soltaron a eso de las 4 de la mañana. El padre de uno de mis amigos, un flamante coronel del Ministerio de las Fuerzas Armadas, se personó e intercedió por el grupo. (Desde aquí, una vez más, le doy las gracias). Hasta esa tarde que devino noche y madrugada, creía —con la inocencia propia de la edad— que la Revolución era la causa justa por excelencia. Alguien ha dicho que a nadie le duele un pisotón en el juanete ajeno. Y sólo entonces la bota castrista hacía su debut en mi pie. Ya llevo casi una década de vida en los Estados Unidos —¡y sin limpiar zapatos!—, o lo que es lo mismo: nueve años de no temer a que un gobierno totalitario me pise los callos, pero ahora que escribo esto no puedo menos que recordar el horror que comenzó ―y que ya no me abandonaría en mi vida en el archipiélago antropófago desde― aquella tarde remota en que La Revolución me llevó a conocer el miedo.

Los (primeros) pasos (perdidos)
Crecí con amigos de todos los colores imaginables. Y en el patio de recreo de la escuela no había razas. Tampoco las había en la cancha de fútbol, el terreno de pelota o el mismo mar de todos los veranos. En teoría, todos éramos iguales. (A mis espaldas, ya Orwell había sentenciado que «todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que los otros»). De tal suerte, varios de mis amigos de infancia me trataban como si fuera un hermano. Y la hermandad era sincera y mutua. Mientras no me tuvieran de cuñado.

Arte (facto)
Para demostrar que existe la justicia poética —y de paso cerrar un ciclo que abrieran los prevaricadores que anunciaban el fin del mundo en mi infancia en la isla—, descubrí que no era negro precisamente en Estados Unidos. El hallazgo ocurrió a principios del 2001. Unos meses antes había ideado un plan para traer de visita a Nueva York a mi madre y a F. —mi mejor amigo de mis años en la universidad—. ¿En qué consistía esta fuga que nada tendría que envidiarle a Bach o a los milimétricos cálculos de Papillón? La cosa era sencilla. Le presenté a una galería ubicada en Chelsea (Manhattan) un proyecto de exposición colectiva en el que un grupo de artistas cubanos, residentes en la isla, exploraría temas raciales. En vista de que F. era —y es, hay cosas que no cambian— blanco, no limité la participación en el proyecto a artistas negros.

Aunque Rush Arts Gallery se abarrotó durante la inauguración y llovieron las palmaditas en el hombro, la muestra (en su conjunto) no fue buena. Tampoco tenía que serlo. No me interesaba hacer carrera como curador de arte en este país. Me interesaba el reencuentro en estos predios y luego de par de años con mis seres queridos.

Durante la preparación de este show hubo un episodio que no dudaría en tildar “endémico de Cuba”. Le había enviado una carta a mi madre —que por aquellos días era rehén, es decir, vivía en La Habana—, explicándole el proyecto y el tema central de la muestra: las diferencias raciales en Cuba. La misiva, sin yo saberlo y por motivos que en esta ocasión no vienen a cuento —pero que tienen que ver con esa falta de privacidad que corroe a mi tierra—, cayó en manos de S., amigo también de los años de universidad, borrachín ilustre y trovador demérito, o sea, de mérito. Y S. se sintió en la necesidad de responder a una carta que no iba dirigida a él y —de paso— a mi osadía, blandiendo ese tabla de náufrago de la mente esclava: que los trapos sucios se lavaban en casa; que yo no tenía derecho a hablar de racismo en Estados Unidos, país rociado con la sangre de Martin Luther King, Malcolm X y otros tantos activistas negros. Mi respuesta fue simple: yo había lavado —y a él le constaba— esos trapos sucios en La Habana, pero acá había agua y mejor detergente. Esto que cuento en tres o cuatro líneas fue un intercambio de casi veinte folios que marcó el inicio del fin de nuestra amistad —que había nacido entre apagones, escasez general, pedazos de pan compartidos entre pocos y que, por ende, intuía indestructible—.

Pero decía que descubrí en los Estados Unidos que, después de todo, no, que no soy negro. No encajo en este grupo racial norteamericano. No soy parte de su cultura, no domino sus modismos. No me identifico y no me identifican. Tal es el caso que, si eres latino —esa inocua sombrilla que nos agrupa y desdibuja, esa fantasía anglo—, sin importar el color de tu piel, en el censo de este país tienes una casilla reservada que te denomina “hispano” —o cualquiera que sea el término que la corrección política nacional haya autorizado para ese día—.

La balanza
Mientras esperaba el momento de solicitar la residencia y normalizar mi vida de inmigrante —en otras palabras, en los meses que estuve ilegal en Estados Unidos—, no sentí el miedo que consumió mis años de desandar las calles de mi ciudad natal, como el ciudadano de segunda que era: otro más que malvivía ateniéndose a los muy estrictos parámetros de la ley. Hubo días en los que en las diez cuadras de trayecto a mi trabajo —era maestro de una secundaria básica en el centro habanero barrio de Cayo Hueso— era detenido por casi igual número de agentes del orden, cuya labor al parecer radicaba en pedirme el carné de identidad, comunicarse con su unidad policial para obtener información sobre mi persona y, confirmado lo confirmado, dejarme seguir mi camino… hasta que me detuviera a unos pocos metros el próximo policía. El mismo oficial que me había detenido el día anterior. El mismo oficial que me detendría el día siguiente. Sin embargo, cuando caminaba en plan alien por Nueva York, al toparme con un policía, jamás me sudó la frente, nunca me puse nervioso. ¡Hasta perdí el recelo a interactuar con ellos! Y, horror de horrores, ¡me devolvían el saludo!

La ilusión, la realidad
S. —el autor de la carta de repudio en respuesta a la exposición que organicé en Chelsea y titulé “Tenía que ser negro”— es, por supuesto, blanco. Me atrevo a decir que su primer encontronazo con el racismo fue ya de adulto, en La Habana de finales de los noventa, mientras caminaba por los alrededores del Teatro Nacional, o lo que es casi lo mismo, en el área de la Plaza de la Revolución con C. —que es negro, víctima del Síndrome de Estocolmo y vive en Alemania—. Un policía los detuvo, y le pidió el consabido carné de identidad (h)únicamente a C. S., que además de blanco y buena gente era naïve, le quiso entregar su documento al policía, pero éste le espetó que no hacía falta, que sólo quería ver los papeles de su acompañante. Dicho policía —y el detalle es importante: a esto en inglés se le llama racial profiling— era negro. S., que además de blanco y buena gente era porfiado, reiteró el reclamo. Y, para su desgracia, quizá citó a algún poeta maldito —que el policía jamás había escuchado mentar— e hizo una leve referencia a la discriminación racial —sugiriendo que el agente del orden en ese momento pecaba de dicho mal, violando así la primera ley de la subsistencia en Cuba: ¡Jamás llames racista a un negro!—. S. no esperaba la trifulca subsiguiente, como tampoco se imaginaba que este acto le haría dar con sus huesos en una estación de policía. A C. —esposado aunque sin matrimonio a la vista— no le sorprendió pasar la noche tras las rejas.

La génesis
Todo este rodeo para responderle a mi entrañable amigo su inesperada y muy sagaz pregunta. Lo cierto es que el estigma estuvo presente mucho antes de mi infeliz encuentro con la policía en La Habana de los ochenta. Y lo cierto es que mientras más lo miro, más se parece a un culebrón mexicano o brasilero, pero de los peorcitos. En este punto no resulta ocioso ni baladí señalar que mi padre, oh ironía, es daltónico. Pues bien, este caballero —y aquí lo saco del clóset racial: hijo de mulato achinado y de blanca, hombre de piel ídem y de pelo “que engaña” (esto es, que si lo corta bajito, no hay quien le haga esa pregunta que ha aterrado a tantas familias cubanas a lo largo de los años: «¿Y tu abuela dónde está?», refiriéndose, obviamente, a la posibilidad de un ancestro negro)—, quedó prendado de una belleza mestiza, pero al parecer —a mí no me crean, que no me gustan los melodramas y a estas alturas todavía nadie me ha pasado el casete de arriba abajo—, la relación no fue bien vista por mi futura familia paterna y, en medio de las presiones y los «yo no estoy para hacer trenzas», se llamó a capítulo y se separó de mi madre en pleno embarazo.

Pasó el tiempo y pasó la guagua para Alamar. Y casi tres años después, cuando le apareció a mi madre un pretendiente rubio, de ojos azules —que si la cosa funcionaba le iba a criar al negrito—, mi abuela y algunas de sus amigas empezaron a meterle a ese señor por los ojos. Y tanto da el cántaro en la fuente… El tipo era un troglodita. Era un asno con garras. Si se caía comía tierra, que la hierba es para los rumiantes.

Pero era blanco.

Así es que para responderle a mi amigo, sin caer en la tentación de los pañuelos sacados, tengo que hacer uso del condicional. Si por descubrir se entiende una imagen inteligible y consciente de la realidad, no me queda más remedio que referirme al primer episodio con la policía; por el contrario, si la palabra “descubrimiento” se extiende hasta abarcar ese concierto de señales e impresiones que un feto recibe de su madre, entonces tengo que reconocer que la primera noticia de mi negritud la tuve en la dulce oscuridad del vientre materno.

Nunca fui verde.

***
Alexis Romay
New Jersey, 15 de octubre de 2008

miércoles, marzo 18, 2009

Memoria, verdad y justicia

En el Valle de los Templos, a poco menos de un kilómetro del Templo de la Concordia yacen los restos del que fuera dedicado a Jove. El mismo —entre sus columnas a medio derribar, sus estatuas dilapidadas, su esplendor antiguo— incluye un área dedicada a los sacrificios.

Sí, en el antiguo imperio —por la época en que convivían humanos y deidades— los dioses tenían la costumbre de recibir ofrendas de sus devotos. Dichas ofrendas variaban en dependencia del poder adquisitivo de quienes las hacían. Las más comunes involucraban diferentes tipos de alimentos: vegetales, frutas, miel... aunque también recibían ofrendas de animales, denominadas, no sin razón, “sacrificios”. En el altar de los sacrificios, se cortaba el cuello de la bestia —que solía ser blanca y, por lo general, de la familia de los bovinos, aunque no escatimaban aves u otros cuadrúpedos de menor tamaño—; luego, el animal era parcialmente quemado. Si la quema de la víctima era total, el acto era denominado “holocausto”. En las ocasiones en que toda la población celebraba un sacrificio público de muchos animales, el rito era conocido como una “hecatombe” (que significa “cien bueyes”).

Han pasado siglos y siglos y ha llovido a borbotones —literal y figuradamente— desde que el último cuello de una res se encontrara con el despiadado frío del acero. Sin embargo —como se puede apreciar en la foto que acompaña este texto—, las manchas de sangre provenientes de hecatombes y holocaustos aún no se han borrado.

Hoy, 18 de marzo de 2009, día en que se conmemora el sexto aniversario de la tristemente célebre Primavera Negra —aquella infame ola de represión que sacudió Cuba de uno a otro confín— y ya cumplidos cincuenta años de totalitarismo, en los que si algo se ha derrochado es precisamente sangre, me tomo la libertad de recordar al gobierno de la isla que mientras exista un cubano digno, sus crímenes no quedarán impunes ni serán olvidados.

La sangre —por suerte o por desgracia— es tan espesa como indeleble.

martes, marzo 17, 2009

Alina Brouwer en “Rue B”, New York

La (r)evolución

Cuando le dije a mi esposa que Benicio del Toro interpretará próximamente al hombre lobo, me respondió: «¡Un paso de avance!».

lunes, marzo 16, 2009

Autorretrato con vértigo y servilleta

[Transcripción]

Yo soy un jodedor, no te lo niego:
un jodedor sabroso y muy cubano
que se burla a diario del tirano
y su imperio vulgar y palaciego.

De mi tierra me queda un fiel apego
al desparpajo libre y soberano,
al color subversivo del verano,
al gemido de un piano viejo y ciego,

a ciertas insondables tradiciones,
a la noche que es mía y es de todos
—esa patria fugaz que me recibe

y me cura del odio y las traiciones:
de los polvos que hicieron estos lodos—
y a una tarde perdida en el Caribe.

domingo, marzo 15, 2009

Cosas y azares

A unos pasos del Templo de la Concordia —uno de los templos de orden dórico mejor conservados en el mundo— en las colinas de Agrigento, una familia española removía con sus alegres pasos el polvo milenario. Al aproximarnos, escuché una algarabía propia de la infancia. Razón sobraba: el más pequeño de los chicos tenía un lagarto apresado en sus manos y con el júbilo de quien descubre el agua tibia lo enseñaba a sus padres, su hermanito mayor y su abuela. El reptil tiraba dentelladas a diestra y siniestra en un intento desesperado por zafarse de su inocente depredador y el chico se jactaba del nuevo juguete cuando sucedió lo inevitable: el animal pudo por fin morderle un dedo. Estas tres acciones que describo acontecieron casi al unísono: el niño lo soltó con más sorpresa que dolor, el lagarto cayó al suelo y puso pies en polvorosa y el hermano mayor tuvo una idea tan feliz como terrible: agarrar al lagarto por la cola.

La cola se partió.

El mayorcito hizo un puchero, pero antes de que perturbara la paz con una perreta, tanto su padre como yo dijimos a la vez y con palabras similares que no tenía que preocuparse: la cola regeneraría. El chico se tranquilizó al momento, en tanto los adultos nos saludábamos y despedíamos en castellano. Nosotros íbamos; ellos venían.

Seguimos caminando rumbo al templo. Llevaba en mis manos la consabida botella de agua y una edición bilingüe de la obra poética de Borges: entre ruina y ruina intentaba memorizar su “Poesia dei doni”. Ya sólo me restaba dominar las últimas dos estrofas cuando descubrí con vago horror sagrado que yo era el lagarto: para ganar la vida, había sacrificado un pedazo de mí. La cola que perdió el animal —pasada por el filtro de la metáfora— era ese cúmulo de impresiones y lugares comunes y extraordinarios que el tiempo no borra: mis calles, mis amigos, la mar de tías que hace una década no veo y aún añoro, los ojos de mi abuela que no pude ver apagarse, el olor a mar, el parque donde metía unos goles concebidos en Brasil, la cadencia y el acento del español que se masculla en La Habana y la posibilidad misma de desenvolverme a diario en la lengua que aprendí en la cuna, los baches de mi ciudad natal, en los que no cabía mi incredulidad, pero sí tres cuartas partes de mi bicicleta…

Pasada la reacción inicial, sentí un alivio profundo: en mi caso, por fortuna, la cola ya ha regenerado. Sin más pesares, regresé al poema en italiano. La estrofa que escogí —de manera aleatoria— reza en el original: «Algo que ciertamente no se nombra/ con la palabra azar rige estas cosas».

sábado, marzo 14, 2009

Otorrinolaringólogo vs. podiatra

Me preguntaba mi esposa —cuya lengua adoptiva es el castellano— por qué había usado en un texto del blog un rejuego de palabras que generaba una ligera cacofonía.

Mi respuesta fue rápida y torpe: «Yo escribo con el oído».

La de ella no tiene desperdicio: «Ok. Yo leo con el pie».

viernes, marzo 13, 2009

Viernes decadentes, en Miami, con Alina Brouwer


Estampas habaneras (XIX)

La esquina del pecado
Teresa Dovalpage

Se le llamaba en tiempos más felices a la intersección de Galiano y San Rafael, como recordará todavía algún que otro habanero recalcitrante. Allá por los cincuenta, en el Ten Cent vendían helados de barquillo “a la moda americana.” Las vidrieras de Flogar y de El Encanto exhibían modelitos que parecían sacados de revistas de modas. No muy lejos, por Prado y Neptuno, se contoneaba la Engañadora, aquella chiquita que:
Estaba gordita
Muy bien formadita
Y en resumen, colosal.


Antes de que se descubriera el relleno que la aderezaba, a manera de pavo navideño…


Pero ya en los setenta no quedaban ni el olor de la Engañadora ni helados de barquillos ni ropita de moda. En cuanto al concepto de pecado, éste entonces se hallaba bastante devaluado —ahora lo está más todavía, claro—. El caso es que a mis cinco o seis años caminaba yo por aquellas calles de la mano de mi abuela, a quien se le ocurre decirme que estábamos pasando por “la esquina del pecado”.

—¿Y qué quiere decir pecado, abuela?

La susodicha hizo una pausa antes de contestarme. Miró alrededor, en silencio. Yo seguí la dirección de su mirada y vi lo mismo que ella: la acera sucia, manchada de desperdicios entre los que se destacaba un plátano podrido; Flogar cerrada por reparaciones, como medio país; cuatro pomos de champú y un par de ollas de aluminio en las vidrieras sucias del antiguo Ten Cent; una guagua Leyland que pasaba junto a nosotras, echando al aire vapores nauseabundos… Mi abuela abarcó todo aquello con un ademán y contestó, bajito:

Esto es pecado, corazón.

jueves, marzo 12, 2009

Texto en harapos

La semana pasada el siempre aguzado Manuel Sosa hacía notar que se le agotan las metáforas al compañero, en referencia a la sobrecogedora escasez de imágenes que agobia al Reflexionista en Jefe. Hoy, con cierto atraso, he leído un alucinante artículo de ese amante de dictaduras ajenas que es el diputado Jordi Miralles. Por lo visto, esta agudísima carencia de metáforas no es patrimonio del modelo de Adidas, sino que pica y se extiende entre los miembros de la izquierda de caviar más furibunda.

Donde el vetusto dictador, a principios de febrero de este año, dictaba: «Hay quienes se rasgan las vestiduras si se expresa cualquier opinión crítica sobre el importante personaje, aunque se haga con decencia y respeto (…)»; el señor Miralles, un mes más tarde, escribiría: «Tergiversan, se excitan y se rasgan las vestiduras si diputados de izquierdas van a manifestaciones que no son —a su entender— políticamente correctas (…)».

¡Vaya obsesión con la ropa vieja!

Mientras tanto, somos los lectores —y quienes tenemos un mínimo de sentido común o de decencia y quienes apreciamos la libertad por sobre todas las cosas y quienes en resumidas cuentas sabemos lo que es (sobre)vivir en Cuba— quienes nos rasgamos las vestiduras ante tanta idiotez desparramada.

La cacareada batalla de ideas es —sobre todas las cosas— la batalla de las imágenes. Y, como queda visto, a estos pobres diablos ya les van quedando muy pocas.

Esto, damas y caballeros, hay que celebrarlo.

miércoles, marzo 11, 2009

Carne de identidad

Anoche fuimos a cenar a una trattoria local. A la entrada, el camarero nos recibió con amabilidad extrema, nos escoltó hasta la mesa con sendos menús, me trajo una cerveza a falta de Gin & Tonic y —en el momento en que me levanté para ir al baño— le preguntó a mi esposa sobre nuestra procedencia, dado que parlamos el italiano con poco acento y mucho desparpajo. Mi esposa nos ahorró mi pasatiempo favorito, que practico en todas partes y en todas las lenguas. En inglés es mucho más divertido: la semana pasada, por ejemplo, un interlocutor pasajero que intentaba adivinar mi origen en un Starbucks cualquiera camino de cualquier parte me llamó libanés, luego, egipcio, luego, israelí. Para ponerle la tapa al pomo, dijo que quizá era del Caribe francófono o angloparlante y que a lo mejor había estudiado en Inglaterra. Ahí fue cuando mi esposa, entre risas, reveló el secreto.

No siempre ha sido así. En mi época de recién llegado a Nueva York, parecía tener un anuncio neón en la frente con la leyenda: «Soy cubano, ¡pregúnteme cualquier cosa!». Años más tarde, el cartel —con la paulatina asimilación— se fue disipando hasta desaparecer; pero entre uno y otro punto me han llamado desde peruano hasta marroquí, desde indio de Bombay hasta descendiente de tribus aborígenes norteamericanas. Un detalle notable: con el paso del tiempo ha desaparecido casi por completo mi “background hispano”. Por estos días hay gente que se asombra cuando —tras pasar revista al listado de países miembro de la ONU— descubre que soy de la isla.

Pero volvamos a la trattoria. Al regresar a la mesa, el camarero más carismático del mundo —muy para mi sorpresa— me dijo: «¡Cubano!». Este entusiasmo a ratos me pone suspicaz. Por lo general, va acompañado de: «¡Me encanta Fidel!», o alguna torpe variación sobre el tema, que hace que una comida que podría haber trascendido sin mayores altibajos se convierta en un intercambio —a veces sensato, a veces no tanto— de impresiones sobre la isla que se repite entre dos seres tan distintos como distantes: uno de los cuales no ha pisado jamás Cuba, mientras el otro se jacta de haberla recorrido desde uno a otro confín, delfín.

Le pregunté cómo había reconocido mi origen. Se señaló a la cara, como diciendo: «lo llevas escrito». No pude evitar una sonrisa. Acto seguido, mientras hacía un gesto con la mano —que luego usaría yo para indicar que el plato fuerte estaba delicioso— me dijo: «¡Chicas!».

(Por cierto, Jorge Ferrer destacaba recientemente el hecho de que en primera plana de El País coincidieran en el mismo día dos Cubas: una, en la deplorable imagen de quien ha luchado a brazo partido por imponer su voluntad así en la tierra como en el exilio; la otra, en un despampanante trasero de mujer).

Para mi fortuna —y quizá para facilitar mi digestión futura—,
el camarero optó por la levedad en el intercambio; a diferencia de todos los “expertos en Cuba” que en situaciones similares argumentan en defensa del régimen, queriendo hacer alarde de conocer la historia de la isla con el simple hecho de mencionar a Batista, para luego desear que se los trague la tierra cuando les pregunto su nombre y no saben responder “Fulgencio”.

Lo cierto es que estas conversaciones de ahora para luego sobre Castro o sobre las chicas cubanas tienen algo en común: la trivialidad.

No saquen las pistolas, lectores, que no aún no termino.

Como lo pide la ocasión, me remito a Los italianos, de Luigi Barzini: «No todos los miembros del partido comunista quieren iniciar una revolución. La mayoría de ellos prefiere disfrutar el estatus de revolucionario en una asustadiza sociedad capitalista».

Aceptémoslo: a quienes defienden lo indefendible les importa un bledo la suerte o desgracia de nuestra nación. No están capacitados para dialogar pues ya han decidido a priori que tienen la razón y no hay argumento en el universo capaz de convencerlos de lo contrario. Más allá de redundar en los ya desmontados mitos de la educación y la salud, no les interesa admitir su ignorancia en el tema que (mal)tratan. Por muy profundo que sea el análisis que hagamos de la realidad cubana, no querrán oírlo, enfrascados como estarán en regresar a donde dan pie: las aguas turbias de los lugares comunes.

Hoy —que duermo cerca del mar— pienso que no quieren profundidad, pues no saben cómo nadar en ella.