Estábamos en medio de una de esas forzadas etapas de la escuela al campo. En aquella ocasión, asistíamos con el nunca bien ponderado —razones sobran— Instituto Superior Pedagógico “Enrique José Varona”, enclavado en lo que antes fuera el Cuartel Columbia y que aún hoy, en la tierra del eufemismo, se conoce como “Ciudad Libertad”.
El campo de concentración —o campamento, como prefieran— estaba en las afueras de La Habana. Creo que por aquellos días estibábamos cargamentos de tomate (supuestamente destinados a la capital), plantábamos fresas (sí, fresas), recogíamos café, boniatos, papas, naranjas o cualquier otro grano, cítrico o tubérculo que jamás llegaría a los huérfanos comercios estatales asignados a nuestros parientes capitalinos. No puedo precisar la tarea que “nos encomendara la revolución” aquel semestre. El lapso en mi memoria quizá se deba a que corrían los noventa. Teníamos hambre. Y bebíamos como si el mundo se fuera a terminar con cada trago. (No es justificación, pero vivía convencido de que para digerir —o soportar— la realidad cubana era imprescindible un estado mínimo de ebriedad).Tampoco recuerdo de quién fue la idea —quién quedaría, oh, de autor intelectual del asalto a la cocina—, pero me consta que actuamos en plan Fuenteovejuna: ¡todos a una!
Bajo el amparo de la madrugada, el candado voló por los aires y entramos —borrachines confesos, chivatos tapiñados, niñas bien, puticas malas, repitentes optimistas, profesores distinguidos, ¡todo mezclado!— al cuarto en penumbras que hacía las veces de despensa. Para nuestra sorpresa y deleite, encontramos docenas de latas de leche evaporada, que, como ha de resultar lógico, consumimos de inmediato —en estado casi febril (esto lo confirmaríamos más tarde)—, en medio de aquella larga noche láctea.
A la mañana siguiente, la mierda daba al techo. La oración anterior no es metafórica. Una epidemia de diarrea se desató entre los moradores del local. Los baños no daban abasto. Los deshidratados iban y venían. Las pastillas de sales hidratantes eran repartidas (por primera vez) con carácter democrático. Y antes de que los camiones llegaran a transportarnos a los surcos —camiones que transportaban animales al matadero—, ya el alto mando universitario había decretado la cancelación de la jornada laboral. ¡Trabajo suspendido por mierda! ¡Hurra! ¡Qué gran imagen revolucionaria!
No hizo falta ningún personaje de Arthur Conan Doyle para develar el misterio del caos intestinal. Tampoco (por primera vez) se pudo responsabilizar a la CIA de tamaña cagástrofe. El campamento que nos acogía, en época anterior, había sido una unidad militar. La despensa de marras guardaba lo que los dulces guerreros cubanos conocen como reservas de guerra. Pero esto lo aprenderíamos luego, cuando un amigo —lector ocasional de este blog— se me acercó con la evidencia: en el fondo de una lata recién consumida, la fecha de vencimiento databa del año en que habíamos venido al mundo.
6 comentarios:
Nada, que you guys were da "shit."
Me rei mucho con este relato. Saludos.
Lo viví. Y luego me caí dentro de una letrina, hasta el cuello. Dicen que los baños de mierda dan buena suerte, pues así me pasó. Buenísimo, gracias.
Pioneros por el consumismo, seremos como el cheche...
Que vacilón este relato Aleph. Tienes que hacer la historia del marabú jaja
Zoe, había oído lo de pisar mierda, pero no lo de bañarse en ella. Muy buena esa imagen.
¡Eso es Cuba Bustro!...
Saludos
F.C.
Alabao, gato...Todavía me estoy riendo con la cagástrofe y el baño de mierda de Zoé, pero en aquel momento no debió resultar muy divertido, me imagino.
La verdad es que a mí nunca se me
ocurrió mirar la fecha de vencimiento de ningún producto hasta que llegué a La Yuma. Es más, ni siquiera sabía que semejante dato existiera.
Buenísimo, desternillante, y además, verdaderamente pestífero, como no puede menos que esperarse de la Putrefacción Permanente.
Aquí la gente siempre está intoxicada, que si salmonela, que si legionela, yo no se si el hambre y el haber comido de todo nos inmunizó, pero todavía a veces me como algún yogurt vencido (de uno o dos días, no del año de la nana, claro)
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