Estuve al menos media hora en uno de los vagones del metro N, en mi trayecto rumbo al sur de Manhattan, varado en algún punto impreciso entre las estaciones de la calle ocho y la calle 14. En aquel entonces no tenía teléfono móvil. (A decir verdad, no creía en los teléfonos móviles: me irritaba sobremanera la gente que andaba arriba y abajo en cuchicheo perenne con Dios sabe quién al otro lado de la línea). Horas después, aclaradas las dudas, comprendería que de poco me habría valido una conexión celular. Casi todos los circuitos telefónicos en ese momento estaban incapacitados.
Al principio no nos dijeron nada. Por suerte o por desgracia, mis años en Cuba me habían familiarizado con la vaguedad como método de información, así que intenté ignorar aquel desconocimiento que nos mantenía, en su forma más literal, bajo tierra: las autoridades ferroviarias habían optado por preservar la calma en el submundo. Ya al cabo de cinco minutos, cuando la parada irregular se había extendido mucho más de lo acostumbrado, empezaron a anunciar por el sistema de altoparlantes que debido a una congestión al sur de Manhattan estaban demorando —y hasta desviando— los trenes que iban al área de Wall Street.
¿De qué tipo de congestión hablaban? Se referían al hecho como algo que ocurría “above ground”. La manera en que decían “above ground” me pareció un poco melodramática: más apropiada para una película taquillera del Hollywood más comercial. «Estos americanos», pensé. Por otra parte, ¿cómo era posible que un disturbio sobre tierra pudiera afectar a quienes viajábamos —ajenos a todo— en sus entrañas? La claustrofobia empezó a generar preguntas que, por el momento, iban a caer en saco roto. Sin otra alternativa, regresé a la lectura de turno, que era, con toda probabilidad, algún escritor del Boom latinoamericano, a quienes tuve que (re)leer para (mi desdicha y) la maestría en esta olvidada lengua que cursaba por aquel entonces.
Pasado un tiempo incalculable, le dieron luz verde al tren. Recuperó el ritmo y en par de minutos se puso en la estación de la mentada calle ocho. Bajaron varios pasajeros, pero —esto debió haberme sorprendido— el flujo fue unidireccional: no subió nadie a repoblar mi vagón. No presté atención al detalle. ¿Qué se podía esperar de un martes común y corriente?
El tren siguió su curso como si nada hubiese pasado; como si la media hora que nos retuvo en ese limbo subterráneo perteneciera a otra vida, a otro tiempo. Casi automáticamente empecé a ensayar la excusa que le daría a mi jefa para amortiguar la tardanza. ¿Me creería? ¿Media hora atascado en tierra de nadie? A otro perro con ese hueso. La próxima parada era la mía. Me quedaba en Prince, esquina a Broadway. Mi trabajo por aquellos días estaba a unos pasos de la boca del metro: en la calle de los teatros, entre Prince y Spring. Por lo general, salía como un sonámbulo del tren, inmerso en las páginas de algún libro —cualquier libro—, con pleno conocimiento de la distancia entre cada peldaño de la escalera del Subway, dueño de cada olor que emanaba del superpoblado Downtown neoyorquino, experto en evitar a todo tipo de transeúntes sin despegar la vista de las páginas que me ocupaban.
Esa mañana, a la salida del metro, tropecé con un escalón a desnivel —esta imagen la insertaría en mi novela—; levanté la vista y di con una multitud corriendo rumbo norte por Broadway. Eran poco más de las nueve de la mañana. No supe qué pensar ante el panorama. Así que regresé al libro. Pero la lectura duró un segundo, quizá menos: esta vez fue el olfato y no el tumulto lo que me devolvió a la realidad: nos rodeaba un olor intenso, como a ¿pelo quemado? Luego vi una columna de humo que subía desde algún punto que no pude determinar, a unas veinte cuadras de la esquina a la que me habían llevado el metro y mis desorientados pasos.
Lo primero que me vino a la mente —en ese instante me pareció lógico y ridículo a la vez— fue que estaban filmando alguna película de ciencia ficción. Parecía una escena sacada de Godzila: un pánico generalizado que se mezclaba con mi desconcierto: ¿de qué huía la gente en desbandada? ¿Y por qué había otros que iban en dirección contraria, rumbo al humo y la debacle, aferrados a sus teléfonos, marcando números que ya habían recibido su última llamada? Dale con Hollywood y su empeño en hacer que las cosas parecieran reales. Por lo menos podían haber avisado, que uno sale del tren y no tiene ni idea… Pero no vi cámaras por ninguna parte. «¿Qué pasa?», pregunté al azar. «Nos atacan», me gritó uno sin detenerse.
Eché a correr al norte del infierno. (Coincidencia irónica: unos meses más tarde, traduciría una excelente novela que lleva ese título). No me detuve hasta el entronque de la calle 14 y la sexta avenida. Hasta ese momento no sabía de qué me alejaba; corría por inercia, como si fuera un extra de esa película que aún no lograba comprender; tampoco, hasta entonces, habría imaginado que podía correr tanto. En la esquina de la 14 y la sexta, la gente se estaba congregando para ver el fin de una era. Ya se había desplomado la primera torre. Alguien mencionó que la segunda caería en breve. Aparté la vista. (Hay imágenes que prefiero evitar). Escuché un suspiro general. Un grito aquí, una maldición allá y una conmoción en la atmósfera me confirmaron lo que ya temía: la segunda torre se estaba desmoronando.
Caminé al oeste por la calle 14 hasta llegar a Lectorum, la librería que me había recibido en mil y una ocasiones felices desde mi llegada a Manhattan; me recibieron con caras largas; pedí el teléfono; llamé a casa y hablé con la amiga que había vivido intensamente mi fuga de Cuba, dos años de noviazgo conmigo y que en unos meses se convertiría en mi esposa. Le dije que, salvo causa mayor, no se moviera de ahí. Que iba a su encuentro. Deambulé hasta la calle 50 y la undécima avenida: por esa zona la gente había formado un cordón en la acera y saludaba —¿despedía?— con carteles de apoyo, lágrimas, comida, botellas de agua y cuanto artículo pudiera ser útil a los bomberos, policías y voluntarios que se aventuraban a la Zona Cero.
Seguí andando. Llegué a casa poco antes del mediodía. Aún a esa altura de Manhattan no era difícil oler la muerte. Los helicópteros sobrevolaban la isla, las sirenas aullaban ininterrumpidamente, los teléfonos (que aún servían) no paraban de sonar. Mi novia me recibió con una tristeza desconocida. No puedo precisar cuándo empecé a llorar ni dónde culminó el llanto. El resto del día fue un letargo intranquilo. Empezamos a hacer planes emergentes: a quién llamaríamos en caso de urgencia si no nos podíamos comunicar entre nosotros; dónde nos reencontraríamos si la vida nos lanzaba otra vez ante un escenario (casi) post-apocalíptico... La incomunicación había sido siniestra. La angustia de aquellas horas en que no supimos el uno de la otra fue una de las sensaciones más intensas que había experimentado hasta la fecha. (¿Debo recordar que provengo de Cuba, la tierra de las sensaciones más intensas?).
Esa tarde murieron mi inocencia —gigantesca, no olvidemos que crecí en La Habana— y mi incredulidad y disgusto ante la telefonía celular, y me nació un escepticismo que a ratos me sirve de brújula. El 12 de septiembre de 2001 compré mi primer teléfono móvil. El aparato es lo que en mis años en Cuba era el carné de identidad: una suerte de salvoconducto. Lo llevo a todas partes.
Reza el lugar común que a los amigos se les reconoce en los malos tiempos. La fatalidad tiene ese don de sacar a flote —en alguna gente— los buenos instintos. Hasta el 11 de Septiembre de 2001, la Gran Manzana —con sus aires de capital del mundo, su ritmo acelerado, sus clubes de jazz, su diversidad variopinta, sus barrios segregados, sus tragos cosmopolitas, su rivalidad entre los lados este y oeste, su West Side Story y su Metropolitan, sus viñetas de Woody Allen, su ruido infernal, sus taxistas descabellados, su coexistencia pacífica entre Chelsea y Hell’s Kitchen, su Central Park con la estatua ecuestre de José Martí, sus cubanos de todos los credos y todas las latitudes— no me era indiferente, pero tampoco me era particularmente entrañable: era una ciudad más, desde donde vivía mi destierro con el mayor decoro posible.
Esa tarde —quizá sin proponérmelo—, dejé de ser habanero de un golpe.
Desde entonces, no importa donde viva, sé que soy natural de Nueva York.
***
Alexis Romay
11 de Septiembre de 2008
jueves, septiembre 11, 2008
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15 comentarios:
Excelente, Alexis. Gracias.
Muy buena crónica de muy mal momento, Aleph. Todos recordaremos lo que hacíamos en ese jodido "instante de karma" de la historia.
Un abrazo, habanuyorker.
For me formidable!
Chico, tú no estabas en el huevo frito, pero te paseaste por el borde del sartén.
Recuerdo aquella tarde perfectamente. Me encontraba en Lille, al norte de Francia. Tenía un proyecto en una transnacional de los fármacos. Como era usual, cumplía con mi labor contractual, pero de paso chequeaba diversos asuntos online. Entre ellos el estado de ciertas acciones bursátiles. De repente veo que se desploman las acciones. Todas. Dos clicks más tarde estaba en CNN.com siguiendo el desastre live. Pronto tuve claro que las acciones volverían a subir. Las torres, no.
Tras la jornada nos reunimos frente a un televisor enorme en el bar de nuestro lujoso hotel. Eramos un team multinacional. Occidentales todos, menos un tunecino. Estábamos consternados. Sólo cuando el árabe decía cosas como "eso no estuvo bien" o "se les fue la mano" se percibía algo levemente diferente. Entonces le dije: "Bueno, tú sabes, si Bush no es maricón, ahora bombardeará La Meca." Y se asustó. Pero, obviamente, yo estaba equivocado.
Muy bueno Alexis, gracias.
Ese día estaba en casa, mi hija pequeña, estaba viendo la televisión y en banda pasante dieron primero la noticia, y minutos después retransmitían en directo, recuerdo eran cerca de las tres de la tarde siempre me ha quedado la duda si no vi en vivo el impacto en la segunda torre...un horror.
Aquí en Francia, justo un año antes había escuchado la explosión del crash del Concorde, vivo cerca del aeropuerto. Pensé en los amigos que tengo allà... y en el terror que se vive en Francia con los atentados, militares patrullando en el aeropuerto, en los trenes.
Recuerdo a un hombre que trabajaba conmigo que me dijo se alegraba de los atentados, que se lo merecían, -un loco antiamericano-, la expresión me paralizó...el antiamericanismo enfermizo de algunos europeos.
Excelente Bustro! Mientras tu corrias en direccion norte, yo corria en direccion sur, tratando de ponerme a salvo en mi oficina de entonces, ingenuamente como tu, para unos minutos despues perder todo contacto con la realidad mientras veia a la gente saltando por las ventanas y luego ver las torres hacerse polvo.
Maite, un mes despues vole a Paris y para mi asombro, un par de franceses me dijeron lo mismo que te dijo tu co-worker.... ambos se alegraban de los sucesos.
Testimonio muy valioso, gracias. ZV.
Fenomenal. no creo que a nadie se le olvide donde estaba en ese fatidico dia. yo en la universidad de la habana escribiendo una prueba de filosofia moderna, recuerdo salir de la prueba y caminar hacia la casa y no sentir como que el tiempo pasaba, la habana se veia, se sentia, paralizada. no habia gente en la calle y estaba gris.
Lila
http://tirofijomalanga.blogspot.com/2008/09/se-atreverian.html
Asere, que pesao es el Tirofijo ese. Nadie quiere ir a tu blog, compadre.
Me gusto mucho el post, Alexis.
http://tirofijomalanga.blogspot.com/2008/09/disuadir-dos-comentarios-y-una-nota.html
Muy bueno Bustro. Buenisimo. Te dije que pensaba escribir sobre eso y esto tuyo me hace sentir obligado a si llego a hablar del asunto tratarlo con el cuidado y la precision con que lo hiciste. un placer leerte incluso cuando se trata de algo tan terrible que sentimos tan de cerca. abrazos.
Imposible olvidar mientras escuchaba el radio en la Habana, como el locutor entre el asombro y la duda diria: Senores acabo de leer el cable donde dice algo imposible debe estar equivocado.... Pero no senores, es cierto aqui estan apareciendo las imagenes.
Clandestinamente encendi el TV, que tenia un cable con canales fuera de Cuba y de inmediato fui la computadora abrir internet en la casa, habia tenido que pasarle a la chivata de los altos otro cable para que medejara vivir en paz.
Gracias a Dios la novia de mi hijo estaba en linea y me explico que acababa de recibir su llamada y que estaba bien y de regreso a casa.
Tuve que apagar el televisor, era demasiado doloroso, creo que por primera vez me arrepenti de haber adquirido el cable de TV. Nunca hubiera querido ver algo tan dantesco, que me identificaria ya para siempre con ese pueblo.
Hola Alex¡¡
Después de leer este post, tengo la sensación de haber vivido lo mismo que tú¡ Tristemente bien fotografiado por tus palabras.
Un abrazo¡
Llego tarde pero quiero comentar,
es verdad que aquí hay mucho antiamericanismo, parece que olvidaron la canción de Michel Sardou.
De la que traduzco malamente la primera estrofa:
Si los ricains no hubieran estado aquí, hoy estuvieramos todos en Germany...(los que entiendan francés busquenla en Youtube).
Saludos
F.C.
Me ha gustado mucho. Gracias.
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