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lunes, septiembre 01, 2008

Huracanes

A propósito del paso del huracán Gustav por la isla —que acabó con la quinta y con los mangos—, Zoé Valdes ha publicado sus memorias del ciclón Flora. Desde mi esquina le agradezco por escarbar estos recuerdos ciclónicos, que, a su vez, han despertado y revuelto los míos.

Ya casi había olvidado que, durante los temporales, las ventanas de mi edificio volaban como hojas al viento. Caían a la calle una tras otra, como si fueran parte de la lluvia misma. Recuerdo que una vez, mientras mi madre y yo “reforzábamos” el ventanal de la sala —parte de dicho refuerzo constituía en amarrarlo con soga a la puerta de entrada de la casa, que estaba al otro extremo de la habitación y abría hacia afuera (lo que hizo que al cabo de dos o tres huracanes la pobre puerta, de madera contrachapada, pareciera diseñada por el jorobado de Notre Dame)— encontramos que en lugar de tornillos, tenía tarugos de papel hechos con pedazos del periódico Granma encubiertos en cemento. No en balde todas las ventanas se ponían de acuerdo a la hora de hacerle la primera y última visita al asfalto.

Entonces quizá lo intuía, pero ahora sé que este edificio de ventanas voladoras era un poco un reflejo de la propia revolución cubana de aquellos tiempos. El nombre del edificio era "MINFAR 5" —también se le llamaba “el 26”, no por la efeméride sangrienta, sino por el número de pisos (aunque creo que sólo tenía 25)—. Estaba en la intersección de Connill y Panorama, en Nuevo Vedado, un enclave que albergaba edificios con similar nomenclatura: los MINFAR 1-4. Esta parte del vecindario era, a grosso modo, zona militar. Pero divago. Decía que dicho edificio —cuyos apartamentos eran asignados a oficiales del Ministerio de Fuerzas Armadas Revolucionarias; mi padrastro, de cuyo nombre no quiero acordarme, era por aquel entonces teniente coronel de dicho organismo— era una maqueta de la revolución cubana: la reproducía a escala.

Durante los ciclones y la consecuente lluvia de ventanas, en medio de los prolongados apagones generales y las leves sacudidas del inmueble (que se sentían sobre todo en los pisos superiores cuando arreciaban los vientos), en las interminables y lúgubres escaleras aparecían pintadas contrarrevolucionarias, pingas dibujadas por manos inexpertas, alusiones a que fulano era chivato o mengana, tortillera, declaraciones de amor adolescente: en resumen, el edificio era un solar vertical en el más puro estilo socialista.

La falta de luz incidía en la escasez de agua y, ambas, en el ánimo de los moradores. Por eso no era extraño varias veces al día ver unas bolsas de nylon que volaban, junto a los ventanales. Al caer al asfalto, explotaban en todo su esplendor, revelando así su escatológico contenido: la mierda voladora. Los ajustes de cuentas tampoco faltaban en tiempos de ciclón: a los más abnegados chivatos se les cazaba la pelea y se les tiraba huevos, papas, boniatos, yucas y demás viandas (todavía no habían pasado a su fase de extinción); alguna olla de presión se estrelló contra la acera, a escasos pies de un despiadado cederista; alguien fue llevado al hospital más de una vez al ser alcanzado por uno (o varios) de los proyectiles vengadores.

Los más jóvenes éramos siempre los sospechosos de la andanada de objetos que se les tiraba con saña a los mayores, no así de la mierda empaquetada, que solía ser descargada —uso la palabra a sabiendas— por los adultos, que tenían a su cuidado esta versión emergente de “halar la cadena”. Todo esto y más acontecía en un edificio donde uno de cada dos adultos era miembro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, ese sostén incondicional de la dictadura. La planta insignia del edificio —de hecho, la planta nacional— debería haber sido la yagruma, con sus dos caras contrapuestas.

Cuando concluía la temporada ciclónica, se organizaban reuniones del CDR para condenar las pintadas clandestinas, se convocaba a trabajo voluntario para limpiar el edificio y sus alrededores (con bolsas de mierda incluidas) y en raras ocasiones aparecían los culpables de tales actos de subversión. Las cosas volvían a la normalidad. Se cubrían con lechada los escritos en la pared. Y todos volvían a su delirio revolucionario.

***
Foto: Carlos Alberto Santamaría

4 comentarios:

Anónimo dijo...

El último ciclón que pasé en Cuba, Flora, bien mal que lo pasé por cierto,después ha pasado mucha agua bajo los puentes...

Saludos
F.C.

Jorge Salcedo dijo...

Gustav nos ha puesto ciclónicos. Vi lo de Zoé en la mañana, lo de Juan Manuel Cao en PD.

Mis memorias de los ciclones son muy distintas. Pero yo vivía rodeado de árboles. En "un solar vertical", el ciclón, por lo que leo, tenía más de carnaval, tiempo revuelto, excepcional, donde invertir los papeles y desinhibirse. ¡Qué pasaría si el ciclón durase una semana! Además de caerse La Habana, claro…

Eufrates del Valle dijo...

Estimado Bustro, su edificio era la sintesis revolucionaria en tiempos ciclonicos por los caprichos de la naturaleza, en medio del epicentro del huracan estatico por 50 anos.

Alex dijo...

Eramos vecinos. Yo vivía en la otra acera de Panorama, en el edificio que está al lado de la central de teléfonos.