La ceremonia de entrega de los premios Oscar® y el Gran Teatro designado con el eufemismo “Parlamento cubano” ―teatro, por cierto, que ostenta los mejores efectos especiales del mundo: el Palacio de las Convenciones de La Habana cuenta con el aplauso más unánime y estéreo de que se tenga noticia― me recuerdan otra instancia donde el universo del espectáculo estadounidense y las figuras de la política cubana encuentran feliz maridaje. Hablo, como debe resultar obvio, del subconsciente de ciertas criaturas que abundan en tierras del norte. Me refiero a la gente que a principios de la década del sesenta se enamoró al unísono de Bob Dylan y Fidel Castro y desde entonces no se ha detenido a pensar en más nada. En honor a esos entrañables especímenes, desempolvo un soneto:
Se fumó Hojas de hierba del gigante,
bebió a Camus, a Sartre y su dilema,
oyó de Castro y le escribió un poema:
lo comparó con David, el rey errante.
No supo de Padilla, ni de Arenas.
La guitarra de Dylan lo hipnotiza.
De la hierba del parque, la ceniza
le da el tour de La Habana y sus morenas.
Guardián de una idea que no conoce,
organiza coloquios «pro-cubanos»
y es su izquierda tan diestra como sabia.
Nunca podrá ubicar Calzada y Doce.
Nos repite el epíteto: «gusanos».
No le importa más nada: vive en Babia.
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